¿Hay éxito más allá del beneficio?
Teníamos averiguado y expuesto en alguna ocasión anterior en esta misma columna que una de las mejores claves definitorias de una determinada sociedad viene a ser el lugar dónde se residencia el prestigio, que puede tener dada la complejidad moderna muchas moradas, diversos circuitos, seguir líneas convergentes unidas en un vértice para formar un cono. De modo que la sección resultante en planos paralelos ortogonales es siempre una circunferencia donde se sitúan quienes en diferentes actividades se encuentran al mismo nivel de excelencia. La distribución del prestigio puede también quedar establecida en circunferencias concéntricas incomunicadas que bloquean el salto o en forma de espiral transitable hacia el centro.
Recordemos cómo algunas sociedades están instaladas en un fatalismo que marca desde el nacimiento a sus miembros de manera indeleble y los segrega de modo inevitable. Son sociedades de un clasismo cerrado, refractarias al mérito y desalentadoras del esfuerzo, que aparece como inútil para cualquier propósito de legítimo encumbramiento, dado que el ascenso al máximo prestigio viene asignado por el que podríamos llamar consejo regulador de la denominación de origen. De ahí la extremada distinción de lo que se dio en llamar las manos muertas y la costumbre de medir la relevancia de las familias por el número de generaciones que llevaban sin trabajar.
Por ejemplo, entre nosotros, durante siglos, anclados como estuvimos en el catolicismo contrarreformista de Trento, las tareas que redundaban en la acumulación de riquezas eran consideradas sospechosas y sólo las fortunas sobrevenidas por herencia quedaban exentas de dificultar la entrada en el reino de los cielos. En sentido contrario los protestantes establecieron que quienes con su esfuerzo lograban la prosperidad obtenían al mismo tiempo un signo de predestinación, de modo que según avanzaban en el mundo de los negocios se granjeaban también un puesto cada vez más próximo a la diestra de Dios Padre en el día del Juicio Final.
Algunas sociedades están instaladas en un fatalismo que marca a sus miembros, de manera indeleble, desde el nacimiento
Pero si de la consideración de la suerte individual de una determinada comunidad volvemos a considerar dónde residencian el prestigio las distintas sociedades, podemos examinar el caso paradigmático de Sevilla para verificar cómo, pese a la diversificación aportada por las transformaciones de la modernidad, la quintaesencia del prestigio sigue reservada a los que ostentan la condición de maestrantes, a la que sólo se accede por nacimiento, porque está reservada a los descendientes de aquellas familias que estuvieron en la conquista de la ciudad con Fernando III el Santo.
Se acaba el espacio de esta columna y se impone, por tanto, acercarse al título que la ampara. Veamos pues cómo aquí se imponen Pedro Schwartz, Carlos Rodríguez Braun y la hueste adjunta de los liberal-nihilistas que animan, siempre predicando la buena nueva de la rapiña como único sistema de convivencia y propugnando el desmantelamiento de cualquier sistema público de protección social, porque es indiscutible el mérito de quien se ha enriquecido y también la culpabilidad de quien se encuentra en la pobreza. Y porque la única referencia para cualquier actividad es la maximización de los beneficios contabilizables.
La sorpresa sobreviene cuando en algunas publicaciones que se considerarían los templos de las aludidas doctrinas, es decir en las páginas de diarios como Financial Times y The Wall Street Journal, se detectan los análisis y las preocupaciones que ambientan sus atmósferas.
Por ejemplo en el diario británico titula a toda plana Mesures of success must go beyond finacial results, y más abajo refiere un caso de estudio The bank that's looking for love, donde da cuenta de cómo el Bank of America después de una agresiva expansión estratégica ahora tiene la ambición de llegar a ser la compañía más respetada y admirada del mundo. O sea que ¿hay éxito más allá del beneficios que se apunta en la cuenta de resultados?