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Columna
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Inmigración e integración

El Gobierno acaba de anunciar que todos los extranjeros sin papeles podrán afiliarse a la Seguridad Social. Dicho en román paladino, los extranjeros en situación de ilegalidad en nuestro país podrán regularizar su situación. Si hasta el momento la única vía para legalizar su situación consistía en acceder a un contrato de trabajo desde sus países de origen, ahora se propone la concesión de altas provisionales en la Seguridad Social cuando el empresario contrate al inmigrante ilegal, seguido de la concesión de un permiso de residencia provisional ligado a la duración del contrato.

No voy a entrar en la bondad, o maldad, de esta propuesta, en el indiscutible efecto llamada que puede producir, o en si va a producir efectos favorables por la afloración de bolsas de economía sumergida, siempre bienvenidas para nutrir de recursos las arcas públicas. Lo que sí me parece pernicioso es que se borre con tanta facilidad la frontera entre la legalidad y la ilegalidad. Es cierto que en nuestro país, como en otros de nuestro entorno más inmediato, existen importantes bolsas de inmigración ilegal, y que cuando existe tal disociación entre la legalidad y la realidad social extralegal, es que hay algo que no acaba de funcionar. Pero no es menos cierto que una regularización universal urbi et orbe no es una buena manera para incentivar que los inmigrantes extranjeros cumplan las leyes españolas.

En nuestro país, y probablemente a nivel de la UE, hace falta un gran debate sobre la inmigración, un debate sereno, sin complejos, sin cromatismos partidistas. La globalización, la superpoblación norteafricana y subsahariana, la erosión de la población agrícola y la falta de expectativas económicas en el cono Sur, constituyen un cóctel que alimenta una incesante presión migratoria. Ya no es un fenómeno cíclico o coyuntural, y precisamente por ello la capacidad de absorción de Europa no es infinita. La solución del problema no estriba en acoger más inmigrantes. Como decía Giovanni Sartori, a propósito de este fenómeno en su libro La sociedad multiétnica, no se pueden remediar las crecidas de los ríos bebiendo agua.

El control en origen de los flujos migratorios puede ser un instrumento útil para seleccionar los inmigrantes que España necesita

Urge definir una política de Estado, incluso de dimensión europea, ajena a los legítimos intereses partidistas, y sensible al interés general. La inmigración planteará en el siglo XXI, está planteando ya, problemas de gran envergadura, no sólo demográficos o económicos, sino también sociales o de convivencia. Me refiero a la que, con el transcurrir del tiempo, puede revelarse como la asignatura pendiente de la política de inmigración: la integración.

La sociedad abierta, de corte occidental, se basa en el pluralismo, no en lo que se da en llamar la multiculturalidad. El multiculturalismo como ideología conduce a construir compartimentos estancos en el tejido social, cada uno con su propio código de valores. El pluralismo democrático occidental conduce a sociedades abiertas, permeables al pluralismo cultural, pero integradas bajo una comunidad de valores. Esa es la experiencia del melting pot (el crisol de orígenes, razas, lenguas) de EE UU, que fue capaz de absorber durante una centuria más de cien millones de inmigrantes bajo la identidad americana con una comunidad de valores y de oportunidades para todos. Ese es el gran reto de futuro que tiene planteado Europa en materia de inmigración.

Cuando la diversidad es lingüística o de costumbres, la integración parece fácil, cuando la diversidad es étnica, ética o religiosa la integración es más compleja, sobre todo si entendemos la integración como participación en los valores de la sociedad democrática, en nuestras reglas de juego. La ablación del clítoris, la discriminación de la mujer, la intolerancia ideológica o religiosa no son valores de la sociedad occidental, y cuando esa discrepancia de valores afecte a más del 20% de la población el conflicto estará servido. Todo ello plantea el problema de los límites de la tolerancia: ¿hay que ser tolerante con el intolerante? Por ello, la integración debe realizarse sobre la base de nuestros propios valores. El multiculturalismo, que hoy defiende alguna corriente neomarxista, no conduce a la integración sino al gueto.

El control en origen de los flujos migratorios puede ser un instrumento útil para seleccionar los inmigrantes que España necesita, sobre todo para orientar nuestra capacidad de acogida hacia países de nuestra propia comunidad histórica.

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