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Columna
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Elecciones, ¿para qué?

Elecciones, ¿para qué? Parece como si cundiera el desinterés, mientras algunos cabezas de serie o de lista sólo hablan de mentira después de tan abonados como han estado a ella. Pues bien, elecciones para Europa; para reforzar el proyecto europeo, para que la Unión Europea desempeñe el papel de primer actor en la escena internacional que todos le reclaman del uno al otro confín, para que se dote de una fuerza militar capaz de respaldar su política exterior y de seguridad común fuera de toda absurda competición con Estados Unidos, de acuerdo, pero nítida garantía de la autonomía de las decisiones adoptadas en Bruselas, para sostener el modelo europeo que nos ha distinguido pese a ciertas ambigüedades.

Más aún, para evitar que algunos lo malbaraten y lo tergiversen a base de confundir la velocidad con el tocino, el culo con las témporas y el progreso con las más inclementes versiones del darwinismo social; para expandir nuestros valores en el ámbito de los derechos humanos, de las libertades públicas, de los derechos laborales como una necesidad básica para su plena vigencia, porque de lo contrario acabaríamos importando esclavitudes y precariedades.

Está probado por siglos de historia que si Europa traiciona su carácter expansivo, perece, que cuando ha dejado de exportar la libertad ha terminado por importar esclavitudes y que cuando se ha desinteresado de impulsar la prosperidad de los demás ha terminado contagiándose de sus precariedades.

La campaña ha sido de una flojera insufrible y los debates han sido de una pobreza desalentadora

Recordemos que las elecciones del próximo domingo, 13 de junio, lo son al Parlamento Europeo, donde a nuestro país le corresponden 54 escaños de un total de 732 que lo integran. Allí tendrán su asiento los elegidos en los anteriores 25 países miembros. De los 450 millones de ciudadanos que integran la Unión Europea, resultan 345 millones de electores con derecho a voto por el solo hecho de figurar en los censos sin necesidad de esas inscripciones voluntarias, pero muchas veces disuasivas, que se requieren, por ejemplo, en Estados Unidos, cuyo retraso en esta rama de las tecnologías es tan penoso de ver, a tenor de lo sucedido en Florida en noviembre de 2000 con las papeletas mariposa recontadas por el tándem de los hermanos Bush en sus versiones de candidato presidencial y de gobernador.

En España los electores acaban de experimentar apenas hace dos meses el valor de su voto para cambiar la situación y echar a un Gobierno instalado en la arrogancia y en la mentira de Estado. Ahora deberían tener en cuenta que también el futuro de la Unión Europea queda suspenso de la papeleta que tomen en sus manos para depositarla en la urna correspondiente. Los antecedentes de la participación en comicios europeos a partir de nuestro ingreso fueron: el 68,9% en las de 1987; el 54,6% en las de 1989; el 59,1% en las de 1994, y el 63,0% en las anteriores de 1999. Digamos entretanto que la campaña ha sido de una flojera insufrible, que las listas, en especial las del PP, se han compuesto de desecho de tienta, que los debates han sido de una pobreza desalentadora, que aquellos asuntos donde la Unión Europea se la juega han estado casi por completo ausentes y que se ha preferido colorear de pasiones indígenas y de oportunidad para el ajuste de cuentas la convocatoria.

Los últimos llamamientos de ¡ciudadanos, a las urnas! van a llegar de boca de los máximos líderes, pero pueden quedarse entre el ensimismamiento de la victoria reciente y el rencor de la derrota inesperada que augura nuevo descalabro.

Ni los partidos políticos concurrentes a la convocatoria ni los medios de comunicación han entrado en la arena europea para hacer al elector consciente de que ésa es la atmósfera en la que transcurre su vida para mejor, que por todas partes nuestra cotidianidad se inscribe en la UE, que la distancia de Bruselas puede ser liberadora en tanto que, por ejemplo, la inmediatez del concejal de urbanismo puede ser tan opresiva que sólo sea posible la redención en metálico.

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