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Tribuna
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Una nueva y frágil Unión Europea

La ampliación de la UE, con la incorporación formal de 10 nuevos países, supone, en mi opinión, el primer paso para transformar el proyecto originario de la Unión, todavía poco tejido y madurado, en algo muy distinto, más parecido a una sociedad de naciones de Europa que a la unión de Estados de la que se venía hablando. Puede que para algunos europeístas sea el mal menor entre la incapacidad para avanzar en la verdadera unidad y la necesidad de aumentar la actual zona de librecambio con la incorporación del Este de Europa. Aun así, la operación requerirá grandes esfuerzos económico-financieros en un momento difícil de las economías centrales europeas, que no consiguen salir de la ciénaga del bajo crecimiento y de las altas tasas de paro, que amenazan el consenso político y social de países tan destacados como Francia y Alemania. Pero la tecnoestructura europea, compuesta de funcionarios y políticos profesionales del europeísmo, ignora esas realidades y se apresta vorazmente a incrementar su cuota de poder, tutelando a los recién llegados.

Nadie que conozca la historia de la Unión Europea y el funcionamiento de su maquinaria burocrática puede esperar, en el corto y medio plazo, realizaciones tangibles y positivas derivadas de esta ampliación, que viene precedida de problemas de carácter institucional, además de tensiones económicas y presupuestarias que podrían romper los frágiles equilibrios existentes dentro de la Unión actual.

La Unión Europea ha vivido unos años de gran agitación que han supuesto, por una parte, la puesta en marcha del euro que, con sus luces y sombras, ha pretendido ser una apuesta capital en pro de la unidad y, por otra parte, ha quedado de manifiesto que las actuales instituciones europeas resultan inadecuadas para acompañar eficazmente el proyecto de unificación que subyace bajo la unión monetaria.

Cuando la Unión se encuentra en un trance económico difícil, tanto en materia de crecimiento como de empleo, parece lógico pensar que todos los esfuerzos deberían dirigirse a la superación de esos problemas, huyendo de aventuras y huidas hacia adelante a costa del esfuerzo fiscal de los ciudadanos europeos, ya bastante castigados los últimos años.

Porque conviene hacer hincapié en que la integración de nuevos países con un nivel medio de riqueza muy inferior a la media actual de la Unión alterará significativamente los flujos financieros de las ayudas en beneficio de esos nuevos socios y en perjuicio de los antiguos. Será el caso de España, que es uno de los más beneficiados ahora con una recepción anual de fondos estructurales cercana a los 10.000 millones de euros, y que perderá esa condición en el futuro inmediato. Lo sucedido con las ayudas a la agricultura es un aperitivo de lo que nos aguarda.

Desde el punto de vista económico-financiero, todos los integrantes antiguos de la Unión perderán con la ampliación, si bien es cierto que para algunos de ellos puede haber expectativas de negocios futuros que atenúen el impacto de la pérdida. Ese podría ser el caso de Alemania, Francia e Italia, estos dos últimos en menor medida; pero las posibilidades de los restantes, entre ellos España, son muy limitadas. Por eso no resulta fácil entender el entusiasmo de nuestros políticos con tal perspectiva. El aplauso de la España oficial a la ampliación es un arcano.

En materia político-institucional, la Unión se apresta a aprobar una Constitución que puede convertirse en el punto de partida de un modelo vertebrador que supere las tensiones entre federalistas y confederales, aunque es prematuro aventurar cuál sea el resultado de todo ello. A pesar de las buenas intenciones, se va a segar, una vez más, el trigo en verde. No obstante, creo que, dadas las circunstancias, la Constitución podría aportar unas bases mínimas sobre las que ordenar el caleidoscopio resultante de la ampliación.

Así las cosas, la ampliación hay que analizarla en términos estrictamente económicos, despojándola del ropaje de la unión política, para que cada cual evalúe hasta dónde llega su interés. Cada país, esperemos que así sea en España, deberá considerar los pros y los contras, ya que se trata de una materia de interés general, para reconducir lo que sea posible.

Después de debatir sobre las consecuencias de la ampliación, podremos concluir dónde estamos y hacia dónde encaminarnos: si la propia Unión tiene posibilidades reales de avanzar políticamente o si, en aras de un mayor entendimiento del continente, conviene conformarse con el perfeccionamiento de un modelo de librecambio tutelado desde el núcleo duro de la unión monetaria, cubierto formalmente con una Constitución suave y maleable.

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