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CincoSentidos

Té con arsénico y azúcar

Es cierto que abundan las palmeras, las flores exóticas, playas desvanecidas al pie de acantilados verduzcos y escurridizos, y un sol veleidoso y juguetón como una pálida damisela victoriana. Pero eso de riviera parece excesivo, porque en cualquier momento se presenta una pandilla de nubarrones rufianes y aguafiestas; y, además, las bibliotecas góticas de nogal tallado pueden embaular cadáveres exquisitos. Es lo que pasa en Torquay, la perla de ese litoral. Un marco perfecto para un argumento de Mary Clarissa Miller (Agatha Christie), que nació allí y tenía allí su casa. En ella se refugiaba con frecuencia para enredar una madeja criminal cuya hebra maestra sólo era capaz de descubrir Hércules Poirot. Dicen que el hábito hace al monje, pero más cierto es que el paisaje troquela al novelista: Mary Clarissa no hubiera sido la misma sin esa atmósfera imprevisible y falaz, sin ese suspense vital impuesto al alimón por las buenas costumbres y los partes meteorológicos.

Mary Clarissa, cuya vida se impregnó del propio misterio de sus relatos, tuvo una hija, Rosalyn, que sigue viviendo con su marido Anthony en la mansión de la escritora. La casa se abre rara vez a los curiosos, en cambio los jardines fueron donados al National Trust y se pueden visitar. Pero no es preciso pasar por la salita de estar para respirar el universo excéntrico de Agatha. El escenario ha cambiado. Unos toques de novedad en el paseo marítimo, pero a espaldas de eso, en Cockington y las colinas que arropan a Torquay, los cottages de paredes sonrosadas y techos de bálago negruzco mantienen su flema de siglos, convertidos a lo sumo en bazares de nostalgias a precios asequibles. Por faltar, no faltan esos trenes de vapor que tanto gustan a los británicos, y que llevan a ninguna parte a soñadores y fetichistas.

La cara norte del West Country recibe estoicamente las bofetadas del Atlántico, no es cuestión de buscar allí las mejores playas. En la cara sur, en cambio, los cachetes del canal de la Mancha son más comedidos. Esta relativa benignidad y una belleza sin paliativos en sus perfiles han hecho de la ribera meridional del West Country una de las zonas vacacionales más apetecidas de Inglaterra. A oriente de Torquay se abren otras playas y bahías tan hermosas y concurridas como las de Exmouth, Sidmouth o Seaton. Por bajo de Torquay, pasado Paigton, discurre el estuario del Dart, con la ciudad de Dartmouth atrincherada en las laderas que encajonan la ría. Un fortín de la Guerra de los Cien Años defiende la embocadura del que fuera uno de los primeros puertos del reino. Más abajo, en Torcross, una reserva de aves blinda la playa; es uno de los muchos parques naturales que existen en Devon (entre otros, dos grandes parques nacionales, Exmoor y Dartmoor). También los pueblos del interior -como Morwellham Quay, fundado por monjes legendarios- tratan de seducir al viajero.

Plymouth es la puerta principal de este pequeño y a la vez inagotable país occidental. De su puerto zarpó en 1577 sir Francis Drake para dar la vuelta al mundo en el Golden Hind. Cuarenta años más tarde serían los padres peregrinos los que partirían en el Myflower para colonizar América del Norte. Plymouht, pese a los desastres de las guerras, conserva un aire señorial en su casco antiguo. Y un aire comedidamente divertido en el Barbican o barrio del puerto, concurrido por la gente joven.

Un ambiente muy diverso, grave y campesino, es el que envuelve a la ciudad de Exeter, algo más al norte, donde el estuario del Exe se estrangula. Exeter lleva bastante bien sus 2.000 años de bregar con los elementos. Su catedral normanda, chaparra y maciza como un juramento marinero, es una de las más hermosas de Inglaterra. Otra de sus joyas es el llamado Guildhall, de 1160, uno de los más antiguos edificios municipales de la nación que aún sigue en funciones. Y en un frente de casas con galerías emplomadas y palomas al acecho, el Royal Clarence se ufana de ser el primer hotel moderno de Inglaterra; levantado en 1769, en sus aposentos se han alojado huéspedes tan ilustres como el almirante Nelson, o el zar Nicolás I. En las tabernas y callejas escurridizas, aunque esté distante, se puede oler el mar.

Guía para el viajero

Cómo irDesde Londres, se puede volar hasta Plymouth con British Airways. También sale un tren cada hora desde Londres. Desde España, se puede optar por ir con el coche propio y cruzar en el transbordador que enlaza Santander con Plymouth. La travesía dura 24 horas y constituye un agradable minicrucero. Existen programas que incluyen el viaje y estancias de 2 a 14 noches en régimen de bread & breakfast (B&B), alojamiento y desayuno inglés. El precio de un pasaje de ida y vuelta de, por ejemplo, una pareja con un niño pequeño y coche de tamaño medio y una estancia de cinco días, sería 668 euros. Brittany Ferries (942 360 611).Dormir y comerPor todo el West Country existe una multitud de pequeños hoteles familiares, cottages y casas particulares que ofrecen bread & breakfast a partir de unos 30 euros. En algunos se puede disfrutar de ciertos lujos -cottages históricos-. Estos establecimientos son fácilmente reconocibles por el letrero de B&B, además hay listas de los mismos en las oficinas de turismo.El Royal Clarence Hotel, en Exeter, del siglo XVIII, que conserva su ambiente histórico (Cathedral Yard, 00 44 1392310031); el hotel ha sido recientemente adquirido por Michael Caines, que ha conseguido ser el cocinero más joven de Inglaterra con dos estrellas Michelin, haciendo del restaurante del hotel un lugar de peregrinación para golosos. Otro hotel recomendable, en Torquay, es el Hotel Balmoral (Meadfoot Sea Road, 00 44 18003293381).

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