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Columna
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A vueltas con el Estado autonómico

Jordi de Juan i Casadevall sostiene que el modelo español de descentralización ha tenido un éxito sin precedentes. El Estado de las autonomías, asegura, ha dado una salida razonable a la tensión unidad-diversidad

La organización territorial del Estado se ha convertido en argumento político. No cabe la menor duda, basta con leer atentamente los periódicos de estos últimos días. No me refiero al plan soberanista de Ibarreche o la propuesta de Mas de un nuevo estatuto para Cataluña, que también, y sobre los que me he referido en otras ocasiones. Me refiero a las propuestas socialistas, capitaneadas por Maragall y secundadas por barones territoriales del PSOE o por el propio Zapatero.

Me pregunto quién manda en el PSOE, Zapatero o Maragall. Casi diría que este último, en cuyo caso veo al principal partido de la oposición defendiendo el restablecimiento de la antigua, y querida, Corona de Aragón, o considerando la Constitución como un abigarrado conjunto de disposiciones transitorias. La fecundidad intelectual de algunos no conoce límites y su sentido de Estado tampoco.

Relegaron a los arcanos de la memoria los pactos de Estado, y al principal de ellos, el pacto constitucional, el que alumbra nuestro Estado autonómico, la convivencia democrática y garantiza nuestros derechos y libertades fundamentales. Porque desde luego lo que no se puede pretender es que las desaforadas propuestas de Maragall tengan cobertura y encaje en nuestra Constitución. Basta con leer sus propuestas, algunas pactadas con ERC o con IC, para apercibirse de esta afirmación. Su federalismo asimétrico pugna con el constitucionalismo geométrico.

La estabilidad institucional es una premisa, y un valor, para el desarrollo. Las peores crisis económicas siguen siendo las crisis políticas

Con ello no quiero decir que, en términos políticos, haya que parapetarse tras un dogmatismo constitucional que nos lleve a sacralizar la Constitución. Lo que quiero decir es que, a las puertas de celebrar las bodas de plata de nuestra Ley de Leyes, y desde esta perspectiva histórica, cualquier juicio ponderado habrá de concluir que nuestro modelo de descentralización política ha sido un éxito sin precedentes para dar una salida razonable a la tensión unidad-diversidad que tan traumática había sido en nuestra más reciente historia política.

Y si la Constitución se ha revelado un instrumento adecuado para que Cataluña, País Vasco, Galicia y las demás comunidades autónomas, hayan disfrutado de un nivel de autogobierno sin precedentes, no entiendo por qué hay que cambiar ese marco constitucional y estatutario en beneficio de experimentos no contrastados, que no tienen otra finalidad que satisfacer las propias y peculiares necesidades de discurso político.

Basta con analizar la participación de las comunidades autónomas en el volumen total del gasto público, o el nivel de competencias asumido por éstas, para concluir que el grado de descentralización política alcanzado es notable. Si eso, además, lo hemos conseguido desde una Constitución que se ha edificado sobre el consenso de todas las fuerzas políticas que participaron en su elaboración, el balance no puede ser más positivo.

Luego, si el marco constitucional y estatutario permite un nivel muy amplio de autonomía, si el sistema de financiación autonómica lo nutre de los recursos necesarios, lo que hay que hacer es utilizar este marco estatutario para diseñar los proyectos políticos que se quieran ofrecer a los ciudadanos, y no cuestionarlos permanentemente para esconder la incapacidad de formularlos. æpermil;se es el problema de Maragall y, por extensión, el de Zapatero.

No hace falta recurrir al federalismo asimétrico para cerciorarse de que España es hoy uno de los Estados más descentralizados de Europa. Algunas comunidades autónomas disfrutan de mayores cotas de poder político y financiero que los länder alemanes. Es cierto que nuestro Estado Autonómico tiene un punto de originalidad y, según alguna doctrina, está a medio camino entre el Estado regional, como el de la Constitución italiana, y el Estado Federal, como el de la Ley Fundamental de Bonn.

Pero no es menos cierto que, cualquiera que sea su denominación formal, el grado de descentralización que ha propiciado durante 25 años de rodaje institucional lo sitúa a la cabeza de los Estados más descentralizados de Europa. æpermil;sta es la conclusión a la que llegó el Parlamento británico cuando en su seno se constituyó la célebre Comisión Killbrandon para discutir la futura autonomía para Escocia.

Tras analizar las diferentes posibilidades -regionalismo, federalismo, devolution- llegó a la conclusión de que lo que importa no es la denominación sino el grado real de autogobierno.

Mientras los apóstoles del federalismo asimétrico alimentan la polémica nominalista, el Estado autonómico de nuestra Constitución es un modelo para el Derecho Comparado.

En una ocasión me confesó un diputado de la Liga Lombarda que lo que realmente querían para su región era el modelo de financiación autonómica de España.

La estabilidad institucional y política es una premisa, y un valor, para el desarrollo económico y social. Las peores crisis económicas siguen siendo las crisis políticas.

El futuro del Estado autonómico debe pasar por el fortalecimiento de los mecanismos de cooperación y por el respeto a lo que los federalistas alemanes llaman la bundestrue, que nosotros traducimos por lealtad federal. Podrían tomar nota los agoreros del federalismo asimétrico.

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