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Tribuna
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Brasil, un sueño y una realidad

Hace unas cuantas semanas, en primavera, mi hijo Jorge y yo salimos de casa en São Paulo para, promesa de padre, pasar el fin de semana en Río de Janeiro y rematar con un Fla-Flu el domingo en Maracanã. El Flamingo llegaba al clásico habiendo ganado todos sus partidos anteriores en el campeonato Carioca, mientras el Fluminense se arrastraba por la clasificación sin poder contar aún con su estrella Romario, lesionado, al parecer, en alguna parte de su baixinho cuerpo.

La torzida flamenguista inundaba su parte del estadio futbolístico y algo más, mientras unos cuantos irreductibles tricolores valerosamente defendían sus posiciones en el sector verde. Lo que son las cosas, en el minuto 11 de la primera parte Fluminense ya ganaba 0-3, resultado que increíblemente (visto el aluvión de oportunidades en una y otra portería) se mantuvo hasta el final.

¿Creen ustedes que alguno de los allí presentes había sido capaz de imaginar algo así, en el mejor de sus sueños o en la peor de sus pesadillas? Les aseguro yo que no, pero sin embargo así ocurrió.

Un país con ingentes necesidades de recursos y limitada capacidad de ahorro precisa endeudarse o facilitar la inversión extranjera El calado de las reformas que propone Lula, ciertamente, no es cosa que se deje para el final de un mandato

Y ahora otra más difícil: ¿creen ustedes que los 80.000 espectadores de Maracanã confiaban en que el Gobierno Lula vaya a sacar adelante la reforma tributaria y la reforma de la seguridad social (avanzada a día de hoy), mantener los objetivos de inflación, responsabilidad presupuestaria y superávit primario, hacer crecer el producto interior bruto (PIB), estabilizar el real en un tipo de cambio globalmente ventajoso y bajar el precio del dinero, acabar con la corrupción y conseguir que no haya brasileño que no coma tres veces al día?

No diría yo que las torzidas estuvieran muy por la labor de hacerse la pregunta, al menos durante el tiempo de juego, pero el que sí parece que está empeñado en hacérsela y hasta en contestársela positivamente es el propio presidente Lula, corinthiano él.

Las primeras semanas de la nueva Administración brasileña estuvieron marcadas más por los nombres que por las obras: sometidos a un riguroso escrutinio (fuera y dentro de Brasil), los designios presidenciales para las carteras ministeriales y para los puestos clave en los ámbitos económicos y financieros (Banco Central, bancos públicos, algunos órganos supervisores y reguladores) parecieron haber satisfecho a todos... menos a determinados elementos del propio Partido de los Trabajadores (PT).

No deja de ser paradójico que una de las más celebradas características de la nueva Administración sea la (moderada) contestación que despierta en algunos sectores del partido que constituye su principal sostén.

Con un Gobierno de base extendida en cuanto a los restantes apoyos políticos (en una horquilla, que, aun carente de estructura, va desde partidos de derechas en su sentido tradicional hasta coroneles regionales) y con una actitud declaradamente colaboracionista por parte de lo que ha quedado como oposición (cuyo discurso central es que no harán con el Gobierno lo que el Partido de los Trabajadores hizo con ellos ni en los Parlamentos ni desde los Gobiernos estatales), el descontento de los radicales petistas está acabando por ser el marchamo de credibilidad que Lula necesitaba para su proyecto.

Ser creíble puede consistir aún en nombrar a un ex presidente de Bank Boston como presidente del Banco Central, o en visitar Davos, Francia y Alemania jugando la carta de Europa y del libre comercio (previa pasadita por Porto Alegre, eso también). Pero no sólo es que el crédito de los nombres se acabe pronto si no viene acompañado de algo más, sino que, sobre todo, el país no se puede permitir la inacción.

Un país con ingentes necesidades de recursos como Brasil y con limitada capacidad de ahorro doméstico precisa o endeudarse externamente o facilitar la inversión extranjera o ambas cosas a la vez, y para cualquiera de esas opciones se va a acabar necesitando algo más que nombres, imagen o carisma.

He oído a quienes saben de estas cosas que el proyecto Fome Zero es un proyecto viable (bueno, literalmente, deliverable), lo que vendría a significar algo así como que cumplir el objetivo social con el Fome Zero es compatible con una dura política de ajustes y reformas.

O dicho de otra manera, que la entrega de condiciones dignas de vida y educación a los desfavorecidos puede funcionar como telón tranquilizador tras el que acometer, entre bastidores, los profundos cambios estructurales que el país necesita, sin comprometerlos social ni presupuestariamente.

El calado de esas reformas, ciertamente, no es cosa que se deje para el final del mandato.

Pues eso, que el equipo Flamingo perdió (para pesar de mi amigo Tito) y Fluminense ganó (para alegría de mi amigo André y del taxista que nos llevó al aeropuerto), y Brasil avanza al parecer por la senda correcta (para esperanza de todos) aunque la meta para el país esté más lejos que el título estatal para cualquiera de los dos equipos cariocas.

Retengan de paso (para quienes les guste el fútbol) un nombre zurdo de cada equipo: Athirson y Carlos Alberto (hace más de un año que ante un selecto grupo de comensales, empresarios españoles con intereses en Brasil, me deshice en elogios de Kaká y de Robinho cuando seguro que su fichaje era más barato que ahora, sin que ninguno de los asistentes me hiciera demasiado caso: bueno, tampoco es que ellos fueran del negocio, así que atención clubes europeos, que, verificada previamente la inexistencia de conflicto, mis obligaciones profesionales y deontológicas no me impiden ejercer de ojeador).

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