Hacienda y la responsabilidad
La Ley General Tributaria, que el Gobierno ha decidido tramitar por vía de urgencia en el Congreso de los Diputados, cambiaba de forma radical las responsabilidades tributarias de las grandes empresas. El texto original imputaba a las empresas la obligación de responder fiscalmente por los impagos de las pequeñas sociedades con las que subcontrataba negocio y prolongaba la responsabilidad de los administradores de una sociedad, en caso de irregularidades en las obligaciones tributarias, más allá de su mandato.
De forma comprensible, esta orientación garantista ha encontrado la oposición de empresas, asesores fiscales, administradores, consultores y auditores. Si la ley funcionaba como los servicios de la Hacienda pública la habían diseñado, la labor de los recaudadores y los inspectores se desarrollaría en una balsa de aceite. Por eso, los grupos de presión movilizados por los afectados han puesto la maquinaria en marcha y han logrado correcciones muy sustanciales en la norma. Y están camino de lograr alguna más.
Vamos por partes. La presión de las grandes empresas, especialmente las constructoras, para que cada sociedad responda de la obligación tributaria generada por la actividad que desarrolla, parece justificada, casi de cajón. Si no fuese así y estuviese fiscalmente permitido traspasar los deberes tributarios, se contarían por centenares las empresas que descargarían en la sociedad con la que contrata, en la sociedad paraguas, buena parte de sus cargas en cuanto un pequeño ajuste económico pusiese en peligro su supervivencia. Para evitar este comportamiento, CiU ha logrado introducir una enmienda que el Gobierno tiene prácticamente aceptada.
Respecto a la responsabilidad de los gestores de empresas, tiene sentido que sus deberes ante Hacienda se prolonguen más allá de su mandato, al menos si la compañía administrada está envuelta en irregularidades fiscales que supongan menoscabo de los intereses generales. Si no fuese así, un simple relevo en la cabeza de las empresas liberaría a los culpables de las irregularidades, cargando sobre la empresa, en el mejor de los casos, la obligación de restituir la carga defraudada. Hacienda mantiene, al menos hasta este punto de la negociación, la decisión de que los ejecutivos lleven consigo el peso de sus descuidos como llevan el de sus aciertos. Y debería mantener esta posición hasta el final.
En términos generales, las recomendaciones tuteladas por los nacionalistas catalanes conllevan una flexibilización de la norma, acertada en unos casos y menos en otros. Levanta la mano en las prórrogas de las inspecciones (a empresas de pequeño tamaño y actuación geográfica limitada) y en las sanciones en caso de que las empresas no respondan a los requerimientos de Hacienda. Lo correcto sería dotar a la norma de sensibilidad y flexibilidad suficiente para distinguir entre la irregularidad intencionada y la sobrevenida por una pérdida de actividad.