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Columna
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La fiera de mi niña

La reciente desaparición de Katherine Hepburn ha vuelto a traer a los noticiarios lo más relevante de una biografía pletórica de éxitos, pero también de iniciativas e independencia; que con sus gestos, comentarios y anécdotas estaban dando testimonio de lo que iba a significar la revolución más importante del siglo que ella ha vivido intensamente. Y es que sus 96 años de glamour y carácter han coincidido con los tiempos en que las mujeres del primer mundo se han ido haciendo con las riendas de sus destinos. Por más que todavía quede mucho camino por recorrer para que también puedan hacerse con las de todos en igualdad de condiciones con que lo vienen haciendo secularmente los del otro género.

Ellas han ido aportando energías, maneras y detalles que les abren nuevos horizontes, en los que es posible aprovechar recursos no empleados y seducciones nunca imaginadas. Pues no en vano, como recordase recientemente una sugerente directora de orquesta, las mujeres aportan a la vida, y por supuesto también a las bandas de música, registros, complicidades, emociones y espontaneidades hasta ahora no explorados ni aplicados.

Y es que en estos últimos cien años, cuando ahora se acaba de rememorar el nacimiento de la Ford, o en breve se conmemorará el primer vuelo con motor de los hermanos Wright con que se iniciaba la aviación, las revoluciones más decisivas y que han venido a transformar el mundo han sido, si se deja de lado la que silenciosamente sigue protagonizando la química, las de la emancipación de la mujer, la difusión masiva y planetaria de los automóviles y la del tráfico aéreo.

Que, además, se han visto aceleradas y potenciadas por el desarrollo incesante de los servicios y redes de telecomunicaciones que han permitido la interactividad y el compartir inteligencias gerenciales a lo ancho del planeta. A lo que cabría sumar el espectacular dominio de los medios audiovisuales a la hora de construir las nuevas culturas del consumo de masas, de implantación de marcas globales y de elevar a los altares de la estupidez colectiva a los nuevos ídolos mediáticos. Los cuales, como se está viendo con Beckham, tienen mucho más de horteras que de paradigmas humanos capaces de resumir la biodiversidad.

Así, en los años que ha vivido la sufrida compañera de Spencer Tracy, por más que haya sido muchas veces la mujer del año o del momento, el automóvil se fue convirtiendo, como se ha recordado ahora al traer a colación las iniciativas de Henry Ford, en la máquina que transformó al mundo. Gracias a la movilidad e independencia que da a quienes los usan es posible entender los sistemas actuales de ciudades y el comercio de todo tipo de productos. O los nuevos desafíos en pos de la sostenibilidad medioambiental y la continua defensa de la rentabilidad, mientras los márgenes se estrechan tanto como se vuelve más agresiva la competencia.

Algo similar cabría apuntarse al reparar en lo que han significado los vuelos que han seguido a aquel primero del Flyer en los predios de Carolina del Norte y que acabaría abriendo las puertas, incluso, a la exploración espacial. Detrás de ellos se han desarrollado sistemas organizativos, procesos de calidad, aplicación de nuevos materiales y configuraciones comerciales y territoriales que serían impensables si los humanos no se hubieran despegado mecánicamente del suelo.

Pero estas dos revoluciones no tienen parangón con la que ha supuesto el que las mujeres hayan logrado esa independencia de criterio y de modales que lucía, como una flor exclusiva y extravagante, la atractiva heroína de La fiera de mi niña. Y que hoy, sin embargo, al haberse generalizado estos talantes en las sociedades occidentales, están transformando las pautas de consumo, los patrones familiares y la percepción de los discursos ideológicos o de las proclamas comerciales.

Ellas protagonizan hoy, desde su ganada autonomía, los nuevos modelos de compra mediante los que las personas tratan de reinventarse y adecuar su imagen y su entorno a unas ideales circunstancias en que esperan sentirse más felices. Y cuando se proponen atraer sin llamar la atención, o cultivan la distinción suave, puede que no sólo estén trabajando por su bienestar, sino que también estén abriendo nuevos espacios relacionales que poco tienen que ver con las crispaciones, desencuentros y mentiras que se sufren en algunos ámbitos parlamentarios.

Que siguen, muchas veces, sin enterarse de que los hombres y mujeres de hoy ya no son las poblaciones rurales y sin instrucción que vivían el caciquismo de la Restauración decimonónica o las alternancias de los Cánovas y los Sagasta. Pues por ventura, aunque no todas las mujeres puedan tener un leopardo por mascota, es obvio que la mayoría pueden permitirse decidir su vida con independencia de los criterios de sus familias o de sus parejas. O al menos escoger, con su dinero, el pareo con que lucirán su palmito.

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