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Tribuna
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Fe pública y firma electrónica

El pasado 13 de junio, la Dirección General de los Registros y del Notariado, en el uso de las legítimas atribuciones que le confiere su regulación, vino a dictar una instrucción complementaria -y aclaratoria- relativa a la presentación de las cuentas anuales de las sociedades en los registros mercantiles mediante procedimientos telemáticos.

No deja de sorprendernos, sin embargo, este interés por aclarar una normativa que, para nosotros, ha sido siempre diáfana. No obstante, si la instrucción viene a despejar definitivamente supuestas dudas, bienvenida sea.

El elemento en conflicto parece residir en lo supuestamente innecesario que resultaría legitimar notarialmente las firmas que aparecen en las correspondientes certificaciones de los acuerdos del órgano social de las empresas, respecto de la presentación de las cuentas anuales en los registros mercantiles, y todo ello como consecuencia de la promulgación de la Ley 24/2001, de Medidas Fiscales, Administrativas y de Orden Social, donde se recogen disposiciones relativas a la incorporación de técnicas electrónicas, informáticas y telemáticas -en concreto, firma electrónica- a la seguridad jurídica preventiva, actividad consustancial a notarios y registradores.

Dejando al margen lo inadecuado que nos viene pareciendo el uso de las llamadas Leyes de Acompañamiento para regular las más variopintas cuestiones y resignándonos también a la manifiestamente mejorable redacción de algunos de sus preceptos, la Ley 24/2001 no deja, a nuestro juicio, ninguna duda interpretativa: la norma, además de regular el uso por parte de notarios y registradores de certificados digitales reconocidos, a los efectos de generar documentos firmados electrónicamente, impone a sus destinatarios la obligación de proveerse de los elementos técnicos precisos para hacer posible tal firma.

Decimos que la interpretación que merece la lectura de esta norma es diáfana porque sólo tiene una: 'Allí donde, en el desempeño de sus funciones públicas, estampa su firma manuscrita un notario o un registrador, a partir de la entrada en vigor de la ley puede hacerlo también de forma electrónica y con los requisitos exigibles'. La norma no hace sino desarrollar el criterio tradicional del equivalente funcional: 'Si un elemento puede cumplir la misma función que otro, con las mismas garantías, podrá aplicarse allí donde aquel otro se aplicara'. No puede ser de otra forma, no cabe interpretación distinta de ésta.

El artículo 1.2 del todavía vigente Real Decreto-Ley 14/1999 de Firma Electrónica, aclarando también lo que no precisa aclaración, señala indubitadamente la inmanencia de las funciones que corresponde realizar a las personas facultadas para dar fe pública, con independencia de la existencia o no de documentos firmados electrónicamente.

Ahora bien, el hecho de que la ley prevea -y recomiende, si se me apura- el uso de la firma electrónica por parte de notarios y registradores, no debe hacernos caer en el error de suponer que las funciones públicas de ambos colectivos se han suprimido, alterado o, peor aún, que son intercambiables. La ley deja intactas las competencias y responsabilidades de cada cual. Dicho en otras palabras: si antes era necesaria la firma notarial para alcanzar la eficacia de un determinado acto jurídico, ahora, tras la promulgación de la Ley 24/2001, seguirá haciendo falta la correspondiente firma notarial que, en este momento, eso sí, podrá ser estampada electrónicamente.

Para cualquier observador e intérprete objetivo son claras, desde el punto de vista técnico, las diferencias reconocidas tanto por el legislador como ahora aclaradas por la Administración, entre las características predicables de toda firma electrónica avanzada sobre certificados reconocidos (autenticidad, integridad y no repudio) y los efectos jurídicos del documento público notarial, sea firmado de forma manuscrita o electrónicamente. En este ultimo caso, a la garantía técnica se unen los efectos exclusivos de los documentos notariales.

Si, pese a todo, siguieran existiendo dudas de interpretación, no tendríamos más remedio que pensar que nos hallamos en presencia de otras y espurias razones. La ley puede gustar o no, puede o no satisfacer los deseos de determinados colectivos o particulares y, en cualquier caso, si es mejorable, trabajemos todos en su amejoramiento; lo que no cabe es interpretarla en nuestro exclusivo beneficio. Hacer esto último no se correspondería con lo que en su día aprendimos y ahora enseñamos en las Facultades de Derecho o en las Escuelas de Ingenieros de nuestro país.

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