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Columna
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Ascensores para todos

José Manuel Morán critica la cascada de promesas lanzadas durante la campaña electoral. Subraya que los partidos han anunciado proyectos sin calcular los recursos disponibles, algo impensable en el mundo empresarial

En los primeros días de la campaña electoral, es decir cuando a algunos todavía les quedaba algo de rubor que les impedía ofrecer la luna, un aspirante a concejal/concejala dio las primeras notas de lo que iban a ser las músicas celestiales que vendrían después. Y movido por la ternura compasiva que siempre produce la ancianidad y más cuando es artrítica, prometió que, caso de ganar, pronto haría realidad que no hubiese ningún anciano sin ascensor. Sin aclarar si para ello acudiría a multiplicar el negocio de los fabricantes de elevadores, aunque ello conllevase remodelaciones casi imposibles, o a obligar a vivir a todos nuestros mayores a ras de suelo.

Desde esos compases no ha pasado día que no haya habido una avalancha de promesas destinadas a acrecentar el ridículo, la desmesura o, lo que es peor, el descrédito de las maneras que se lucen para la gestión de los asuntos públicos. Pues lo mismo se ha prometido que el Manzanares empiece a parecerse al Sena, que han sugerido que el viejo matadero municipal madrileño pudiera llegar a ser una dependencia más del Museo del Prado. Por no recordar que si se suman el número de hospitales, kilómetros de metro, residencias para ancianos, guarderías varias y polideportivos por doquier, y se valora la mano de obra emigrante que se necesitaría para subirse al andamio o abrir las imprescindibles zanjas preliminares, habría que traer millones de subsaharianos y no menos operarios del otro lado del Atlántico. Lo cual se compadecería poco con esa nueva pirueta electoral de volver a revisar la legislación sobre la extranjería por mor de que aquí no cabemos todos.

En medio de tales despropósitos, más propios de sacamuelas que de quienes buscan la confianza ciudadana, es comprensible que no quede resuello para que alguien explique con qué márgenes presupuestarios se cuenta, en qué plazos los hospitales estarán operativos o los aves llegarán a Lleida, ya que lo de Barcelona ni siquiera entra en estas prestidigitaciones de campaña. Pues una cosa es poner primeras traviesas, o hacer anteproyectos de ley cuyos plazos de cumplimiento se alargan hasta dentro de tres legislaturas y otra que las propuestas políticas tengan visos de cumplirse.

Para gestionar los asuntos privados se exigen pruebas racionales; para la gestión de temas colectivos no queda más remedio que fiarse de los candidatos

Claro es que en lo referente al cumplimiento de lo dicho, ante el entusiasmo que siempre supone prometer mañanas radiantes y asequibles a cualquier bolsillo, edad o género, nadie se para en constatar en qué han quedado las promesas de hace cuatro años o con qué ejecutoria gerencial pueden ahora avalarse nuevas promesas.

Y es que si grave es para la credibilidad de cómo se van a gestionar los asuntos mañana el no sopesar los límites presupuestarios, más grave es hacer caso omiso de que hasta ayer los asuntos no se han acometido con una brillantez gerencial mínima que ahora permitiese sacar pecho y volver a pedir el refrendo de las urnas.

Los ciudadanos, que asisten no se sabe si indiferentes o resignados a esta verborrea que se asemeja a la que hay que emplear para vender crecepelos, parecen no querer caer en la cuenta que mientras para gestionar los asuntos privados o para desempeñar cualquier empleo, se exigen pruebas de equilibrios racionales o emocionales, así como de otras habilidades y actitudes, para gestionar temas mucho más complejos y delicados, como son los asuntos colectivos, no quede más remedio que fiarse de la cara de los pretendientes y de su gracejo a la hora de prometer. Pues para mayor confusión colectiva todos quieren remodelar las ciudades y pueblos de manera similar y todos acaban comprometiéndose a que donde antes había un policía ahora habrá tres.

Con esta disparatada campaña se ha vuelto a ver, en suma, que los lenguajes de la política se siguen alejando de lo que es obligado a la hora de sopesar la eficacia en lo que se planea para destinar los recursos disponibles o dar muestras de que se tiene la eficiencia necesaria para hacerlo adecuadamente. Y se ha vuelto a constatar que los que ejercen responsabilidades públicas, o los que aspiran a desempeñarlas, prometen soluciones como si nadie vaya a pedirles cuentas después. Quizás alentados por que ahora nadie les exige algo de coherencia, ni se arredran ante la posibilidad de que alguien les reclame responsabilidades cuando lleguen los incumplimientos. Y mientras en el mundo de los negocios privados se sabe que la competitividad se acrecienta a medida que se contrastan planes y se controlan los resultados, en el mundo de lo público se sigue sin que nadie se afane por medir o por confirmar que los proyectos son viables y compatibles con los recursos con que se cuenta. Por lo que nadie ha hecho caso de lo que ha dicho un candidato, dentro de esos peregrinajes que han hecho todos a los barrios gays, de que hay que besar con los ojos cerrados y votar con ellos abiertos.

Pues la mayoría, para no desesperarse ante tanto botarate con aspiraciones políticas, sabe de sobra que la felicidad es besarse mirándose a los ojos, aunque, en algunos casos, no quede más remedio que seguir votando sin mirar.

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