Virtud y vicio del IRPF
Las arcas públicas han recaudado por el impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF) en abril un 2,1% más que el año pasado, pese a haber aplicado el Gobierno una rebaja general del impuesto, que en términos medios suponía un alivio de la retención sobre las nóminas del 11%.
No hay milagro alguno en este comportamiento, sino la simple gestión de una actividad económica que mantiene un crecimiento notable pese a la recesión del entorno mundial. A ello se suma la nada desdeñable ayuda de la vilipendiada inflación, que aporta crecimientos nominales de las rentas muy jugosos para el administrador de los fondos públicos, especialmente en un país donde ha pasado a la historia la sana costumbre de deflactar la tarifa del principal impuesto directo.
Este año es menos censurable, porque entra en vigor otra tarifa del impuesto, con número diferente de tramos y tasas diferentes para diferentes cuantías. Pero en los ejercicios anteriores la inflación ha ayudado bastante al Gobierno a mantener vigorosa la recaudación y justificar sin grandes sacrificios la segunda reforma fiscal. Una vez más, habría que recordar que la inflación no está controlada, deteriora la competitividad de las empresas y lima lentamente virutas de riqueza a los contribuyentes sujetos a un sueldo. Es un sobreimpuesto que debería ser descontado cada año de las aportaciones de los contribuyentes para mantener la neutralidad fiscal que proclama el Gobierno.
Pero no es fácil administrar deseos electorales con una política económica que quiere garantizar periódicos estímulos fiscales a la demanda, equilibrio presupuestario y eficiencia en la gestión del desempeño público. Hasta ahora ha sido posible porque el crecimiento económico lo ha permitido, y lo ha hecho incluso cuando la aportación exterior ha dado la espalda. Esta circunstancia justifica en parte que la propia rebaja fiscal, bien administrada, pueda convertirse en un motor estructural del aumento de la demanda y, por tanto, del crecimiento.
Lo que está ocurriendo este año con el IRPF puede ser paradigmático, como ya ocurrió con la reforma de 1999. El Estado prevé perder casi 3.000 millones de euros, y bien podría recaudar más que en el ejercicio anterior, como consecuencia de un ensanchamiento de bases fiscales generadas por varias vías: más estímulo al trabajo por una nueva reducción de impuestos en los tramos más bajos de renta, más retribución disponible para consumo corriente y duradero de las familias (las bajadas de impuestos son estructurales); etc.
El Gobierno prefiere dejar 3.000 millones de euros para el gasto de los agentes privados en lugar de gastarlos desde el erario público en inversión dirigida. Confiemos en que este trasvase sea beneficioso. Y no nos dejemos engañar por un espejismo: el progresivo trasvase de la presión fiscal directa hacia la indirecta puede sacar del bolsillo derecho de los contribuyentes lo que la rebaja del IRPF le pone en el izquierdo.