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Columna
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Si nadie lo remedia

Francisco de Vera sostiene que una guerra en Irak no aliviará las economías de los países que la defienden. En opinión del autor, la política fiscal del presidente de EE UU, George Bush, impedirá una pronta recuperación

Si nadie lo remedia, dentro de unas pocas semanas, según el calendario del señor Bush, y sin que cuente mucho a estos efectos la opinión de la ciudadanía europea, estaremos viendo en nuestros televisores el bombardeo por aviones estadounidenses e ingleses del territorio iraquí. Lo que siga -guerra corta y victoriosa, guerra prolongada con combates urbanos, o cualquiera de los escenarios que los economistas y estrategas de salón han publicado recientemente- pertenece a lo desconocido.

A menos que se dé un vuelco en los hallazgos de los inspectores de la ONU, la invasión de Irak se iniciará sin convencimiento generalizado de que hay motivos suficientes para iniciar la guerra. A pesar de que el régimen iraquí carece de las simpatías del mundo, son pocos los que lo consideran amenaza real para sus países. Si uno da crédito a lo que dice la prensa, se trata de una guerra para controlar el petróleo iraquí. Ni los más firmes defensores de las políticas de Bush se recatan en razonar la conveniencia de la invasión en términos petroleros.

Posiblemente sea esta ausencia de razones morales y el tratar la guerra como un negocio más o menos conveniente para las principales economías y para los grupos de interés lo que ha provocado la aparición de múltiples estimaciones de lo que costará la empresa. En este terreno llama la atención el sesgo optimista de la mayoría de las predicciones. Casi todos dan por seguro una campaña de no más de unas semanas -seis meses en el peor de los escenarios- y gastos menores de lo que el Gobierno de EE UU dedica a sanidad. Si esas hipótesis se cumplieran, la rebaja del precio del crudo que los defensores de la invasión ofrecen como dividendo de guerra tendría un efecto favorable sobre el crecimiento del PIB estadounidense que más que compensaría el sacrificio económico realizado. A ello se añadirían los efectos reactivadores de los gastos en defensa en aquella economía.

La división que la iniciativa bélica estadounidense ha provocado en el seno de la OTAN y de la UE es el primer coste de la guerra

Sin embargo, no puede darse por seguro que la guerra traiga la prosperidad que auguran sus defensores. El asunto está más que en entredicho por la política fiscal de Bush. Es un valor entendido que cuando se va a la guerra hay que hacer ciertos sacrificios -los 'sangre, sudor y lágrimas' que ennoblecen las causas bélicas- incompatibles con las alegrías presupuestarias. Las guerras vienen acompañadas de subidas impositivas y de llamadas a la solidaridad a los perceptores de rentas más altas.

Sin embargo, Bush ha decidido este año poner en marcha un ambicioso plan de recortes impositivos con importantes consecuencias a largo plazo. El plan, cuyo objetivo central es la imposición sobre los dividendos, provocará transferencias de rentas fiscales en favor de los perceptores de mayores rentas y traerá consigo un importante déficit presupuestario de negativo efecto sobre la economía de EE UU en momentos en que atraviesa una fase de debilidad.

El tema es tan preocupante que el presidente de la Reserva Federal, que hace dos años aplaudió las rebajas impositivas de Bush, ha manifestado su desacuerdo con la medida en su comparecencia ante el Senado.

Los efectos de un déficit fiscal en EE UU en estos momentos pueden tener serias consecuencias para la cotización del dólar. El déficit por cuenta corriente de la balanza de pagos y el del Presupuesto gubernamental presionarán a la baja al dólar. Pero el país necesita del ahorro exterior para financiar su economía y no será fácil atraer capitales en esas condiciones.

Todo lo anterior está alimentando la incertidumbre en que viven las economías. Que no desaparecerá con el inicio de las hostilidades, como los más belicistas sostienen. Sino que durará en tanto no se vean las consecuencias reales de la guerra y el reparto final de su dividendo, si es que hay alguno. Pocos son los que confían en una posguerra de estabilidad y paz. Más bien se sospecha que el envite tiene una dimensión de consecuencias difíciles de valorar, donde cualquier cosa es posible. No se olvide que se pretende llevar la guerra a la zona más conflictiva del planeta, en la que se encuentra la mayor parte de las reservas energéticas.

Por lo pronto, la división que la iniciativa bélica de EE UU ha provocado en la OTAN y en la UE es el primer coste de la guerra. No es fácil recordar ocasión reciente en que la confianza mutua entre aliados haya estado públicamente más cuestionada, ni que las contradicciones y debilidades latentes de la UE hayan quedado más en evidencia. Desgraciadamente, nuestro Gobierno no ha contribuido a evitar los descalabros.

Que el Gobierno español, ante el dilema de elegir entre el eje franco-alemán y EE UU, haya optado por EE UU es coherente con su posicionamiento en la UE -sesgado hacia el tándem Blair-Berlusconi- y con su comportamiento durante el incidente del islote de Perejil. Por ello no han sorprendido a nadie las urgencias belicistas.

Es difícil evaluar los costes que esta actitud va a acarrear, pero es más que probable que serán importantes. El Gobierno no sólo ha optado por la postura más periférica a los intereses europeos, sino que lo ha hecho aparentemente sin preguntarse mucho ni poco el sentir dominante de los españoles. Las dimensiones de las manifestaciones del fin de semana en España han dejado al Gobierno en una posición incómoda para presionar a la UE en favor de una intervención rápida en Irak.

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