La puerta de las Rocosas
Lo llaman, con envidia, el Canadá de calendario. Cierto, esos lagos cinchados de bosques puntiagudos, que reflejan picachos nevados, parecen fruto de un paisajista de exaltada fantasía. Sólo que todo es verdad
Hay que acostumbrarse a la grandeza, mentalizarse. La Naturaleza aquí se escribe con mayúsculas. Los superlativos suenan raquíticos, y decir que Vancouver se encuentra en uno de los enclaves más bellos del mundo sabe a poco. Un telón de fondo de lomos nevados, la cadena costera de las Rocosas, y delante, salvaje y verde, la isla de Vancouver, donde el capitán Cook desembarcó en 1778 reclamando para la Corona británica lo que fue bautizado como Columbia Británica, en la costa oeste de Canadá. La ciudad de Vancouver se levantó en 1886 sobre las cenizas de un poblado anterior asolado por un incendio. Pese a su juventud, posee un casco histórico con hermosos edificios decimonónicos, además del apretado manojo de rascacielos que exhiben algunas de las apuestas arquitectónicas más vanguardistas. Un laberinto acristalado de pasajes y galerías permite moverse, en invierno, por ese corazón urbano sin estar nunca expuesto a la intemperie.
Lo grande no quita lo pequeño, el detalle, como ese encantador reloj de vapor de la calle Cambie que da las horas y los cuartos como una locomotora cantarina. Fragmentos deliciosos se pueden encontrar en el Chinatown, que es más viejo que la propia ciudad: en efecto, los primeros vecinos asiáticos se establecieron allí cuando la fiebre del oro de 1858. Pero más que la arquitectura se busca en ese barrio la excelente comida china y también herbolarios y centros de medicina tradicional o tiendas de jade. Entre las cosas que uno no debe omitir está el Museo de Antropología de la Columbia Británica; en el hall se pueden contemplar algunos de los tótems que son como el emblema de las comunidades indígenas que habitaban estos territorios. Subir al Monte Grouse (1.211 metros) en teleférico permite abarcar la ciudad y sus faldones acuáticos de un solo vistazo. Tampoco se debe uno ahorrar la experiencia de atravesar el puente colgante de Capilano, una pasarela que se balancea a casi 80 metros sobre el cauce de ese río, o tomar el tren de vapor Royal Hudson, que lleva hasta Squamish en una excursión de un par de horas.
Pero la excursión obligada es a la gran isla de Vancouver. Allí se alzan varias poblaciones históricas, entre ellas Victoria. Establecida por la Compañía de la Bahía de Hudson en 1843 para comerciar con pieles, vivió días agitados cuando la fiebre del oro, incluso fue designada capital de la Columbia Británica. Vancouver le arrebataría ese título, pero Victoria sigue siendo el centro político de la región, con unos edificios del Parlamento que, iluminados con bombillitas a orillas del Inner Harbour, parecen un parque de atracciones. Nadie se va molestar por tal comparación: Victoria tiene un aire informal, como de puerto de pescadores y veraneantes conchabados; el hotel Empress, más solemne y fotografiado que el Parlamento, conserva el aspecto de casa de huéspedes que la compañía del ferrocarril quiso darle. Las fachadas victorianas de Market Square y algunas poblaciones como Nanaimo son cebo suficiente para paseos interesantes.
Pero nada tan apasionante como ir hasta el Pacific Rim National Park, en la orilla de poniente -salen catamaranes de Vancouver y Victoria-. La reserva tiene unos 130 kilómetros de costa, y ofrece varias zonas y posibilidades. La más buscada, la de avistar ballenas: unas 20 especies acuden a partir de marzo, entre ellas las orcas asesinas; las embarcaciones detienen sus motores y los cetáceos pueden emerger a escasos metros. Diferente, pero igualmente grandiosa, es la experiencia de las montañas. Las Rocosas canadienses ocupan una franja de 800 kilómetros de anchura entre la Columbia Británica y Alberta; luego la cadena sigue por los Estados Unidos y llega hasta México. Aquí se pueden ver esos paisajes de almanaque que parecen irreales. Varios parques naturales, entre ellos cuatro declarados por la Unesco Patrimonio de la Humanidad, guardan estampas tan reproducidas como el lago Maligne, con la Spirit Island flotando entre los reflejos de las cimas nevadas, el lago Louise, como una turquesa pulida, o el vecino lago Moraine, engastado entre diez picos (Ten Peaks) de más de 3.000 metros. Calgary, ya en la provincia de Alberta, puede ser otro apoyo -está a un centenar de kilómetros del Banff National Park-. Calgary, lo mismo que Banff, permanece tan activa en invierno como en verano, gracias a sus magníficas pistas de esquí: se encuentra allí Skiing Louise, el mayor dominio esquiable de Canadá. El caso es no dar tregua al cuerpo ni a la fantasía.
Localización
Cómo ir. Air Canada (91 5479304) opera cinco vuelos semanales non-stop Madrid-Toronto-Madrid, en código compartido con Spanair, hasta el 31 de marzo; a partir del primero de abril, los vuelos serán diarios, con tarifas a partir de 369 euros más tasas de aeropuerto. Los paquetes de viajes organizados son una buena opción para este destino. Así, Nobel Tours ofrece el programa Vancouver en invierno para conocer Vancouver, Victoria y Wishter y practicar el esquí en algunas de las mejores pistas del mundo; el viaje, de 8 días de duración, incluye vuelos en línea regular, alojamiento y desayunos, traslados, visitas y excursiones con guía en español, seguros, etc., a partir de 1.391 euros. Otro programa para observar las orcas asesinas en Victoria, incluyendo Calgary, Banff, lago Louise, etc., y finalizando en Vancouver y Victoria con salida al estrecho de Fuca para observar las ballenas, dura 9 días e incluye vuelos, alojamiento, excursiones, a partir de 1.807 euros. El programa Oeste panorámico Express, 8 días por la costa oeste canadiense, visitando el Parque Nacional de los glaciares y otros, finaliza en Vancouver y Victoria, e incluye vuelos, alojamiento, traslados y excursiones, etc., a partir de 1.576 euros. En agencias de viajes. Más información en: www.nobeltours.com