Ministros vendiendo humo
Desde que se tocó a rebato desde Moncloa, pasando por Génova, algunos ministros se han lanzado a tumba abierta a vender lo que sea, incluso humo, con tal de proclamar a los cuatro vientos las excelencias de su departamento en los últimos días o meses, aunque no las haya habido.
En esa idea, el ministro de justicia, José María Michavila, el pasado 26 de diciembre presentó el balance de su departamento del último año, a pesar de que no lo ha ocupado todo ese periodo. Sin embargo, llaman poderosamente la atención las cifras aportadas por el señor Michavila, sobre todo teniendo en cuenta que su departamento, para bien o para mal, se ocupa de una materia de conocimiento restringido por su carácter de especialización.
Posiblemente, al amparo de este desconocimiento social bastantes generalizado, el señor Michavila aporta datos que merecen ser matizados, pues no hay mayor mentira que una verdad a medias.
El ministro nos aporta unas cifras de jueces que aun siendo reales en los fríos números, no son efectivas. Dice el señor ministro que en España hay 4.029 jueces profesionales y 7.678 de paz. No miente al dar estas cifras, pero sí confunde a la opinión pública al no explicar que los últimos, desde la despenalización de las faltas operada por la reforma del Código Penal en 1989, se quedaron sin competencias en esta materia, mientras que en civil únicamente pueden conocer de reclamaciones inferiores a noventa euros, es decir, en la práctica ninguna.
Esta es la realidad de nuestro país en el que la vieja justicia municipal regulada por la Ley de Bases de 1944 se agotó implícitamente con la unificación de las carreras judiciales y de manera explícita en la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985, desaparición que se materializó a final de 1989 con la Ley de Planta y Demarcación Judicial.
Esta realidad objetiva es la que de forma persistente nos lleva a establecer una proporción real juez ciudadano fijándola en 10,07 jueces por cada 100.000 ciudadanos, y no la que engañosamente aportó el ministro (28,69 por cada 100.000) para colocar a nuestro país de forma tremendamente voluntarista a la cabeza de todos los países de nuestro entorno.
Dos datos más a tener en cuenta: por una parte, la memoria del Consejo General del Poder Judicial del año 2002 cifra la proporción en 10 jueces por cada 100.000 habitantes, y es de suponer que el órgano de gobierno de la justicia algo debe saber de eso.
Por otra, en su apreciación comparativa, al difundir los datos de otros países el señor ministro no hace mención a que, por ejemplo, en Inglaterra y Gales existe una justicia de paz o de barrio efectiva, que funciona incluso en las grandes capitales. Por el contrario, en España no hay jueces de paz en las capitales. Tampoco aclara que en Francia no existe la jurisdicción contencioso-administrativa, a la que España dedica casi 400 jueces, por lo que en el estudio comparado con este último país debería descontarlos.
Otro de los datos aportados de su excelente gestión y la de sus antecesores (pertenecientes, claro está, a su partido) es el aumento presupuestario, haciendo un estudio comparado con los tres últimos años de gestión socialista. No es mi papel entrar en debates políticos, pero no es justo ignorar los hechos ciertos cuando de éxitos se trata, aunque sean imputables a un adversario político, no sólo porque la historia pone a cada uno en su lugar, sino porque objetivamente pueden ser demostrados, y hasta ahora el Boletín Oficial del Estado confirma machaconamente que las mayores inversiones en Justicia en España corresponden al quinquenio 1984-1989, incluso con cifras superiores a la que se fija en el Pacto de Estado por la Justicia que, si bien han de desarrollarse en dos legislaturas, en el prorrateo que debería corresponder a sus dos años de vigencia ya se arrastra déficit y, sin embargo, para el ministro estos dos años son un éxito rotundo.
Quienes tuvimos la suerte de gozar de una infancia en pequeños pueblos recordamos con tremenda curiosidad y como incógnitas no resueltas las visitas de los conocidos como charlatanes, quienes a través de su verborrea fácil encandilaban a las aldeanas para que terminaran comprándoles su producto, hasta el punto de que, por lo que aparentaba ser un precio irrisorio, el charlatán se desprendía de sus cacharros, a veces inservibles.
Pero que era tal la cantidad de artículos que se llevaban a casa las compradoras, que terminaban éstas encantadas con la compra y aquéllos con su baratillo vendido. Al leer la prensa del día 27 de diciembre volví a imaginarme al señor Michavila, no rodeado de periodistas para vender sus excelencias, sino rodeado de aldeanas, vendiendo humo, en lugar de realidades.