El descrédito del poder público
La marea negra del Prestige, que es motivo de sorpresa e indignación de propios y extraños, parece haber colmado el vaso de la paciencia de los ciudadanos que vienen observando, cada vez con mayor frecuencia, los fallos de gestión de los poderes públicos en las más diversas materias, bien estafas a ahorradores, bien deterioro de la seguridad ciudadana y descontrol de la inmigración o bien fracaso estrepitoso en materia de vivienda, por citar sólo algunas referencias de cuestiones muy sensibles para la gran mayoría de la población. Sin perjuicio de análisis más detallados, no resulta aventurada la hipótesis de responsabilizar de estas situaciones al deterioro permanente de todo lo público, debido en gran medida a la insistencia en el discurso de su ineficacia desde posiciones doctrinales imperantes los últimos 20 años, lo que en España se ha visto acentuado, además, por el rápido adelgazamiento del Estado central en beneficio de los nuevos poderes regionales que, salvo excepciones, no han digerido el aluvión de competencias.
Los problemas que inquietan sobremanera a los ciudadanos españoles ponen sobre la mesa una cuestión poco debatida y que es urgente abordar: la capacidad gestora de los poderes públicos tanto nacionales como regionales para hacer frente a las necesidades, problemas y exigencias de una sociedad desarrollada. Las dudas y la alarma que suscitan las circunstancias actuales y otras del pasado nos indican que el discurso de la eficacia no ha calado todavía entre nuestros políticos, que son los responsables de la gestión de las Administraciones públicas.
En España, el Estado central se ha afanado por descargarse de responsabilidades, bien traspasándolas a la sociedad y a las empresas, para estimular la modernización y la competencia, bien transfiriéndolas a las comunidades autónomas con una interpretación muy generosa y abierta de la propia Constitución. Hemos vivido la época de la liberalización y de la privatización, cuyos objetivos, según sus defensores, eran la mejora de las condiciones de vida y la racionalización económica. Pero, salvo las mejoras en las cuentas públicas, la cosecha en materia de eficacia es bastante magra por el momento.
Los esfuerzos fiscales de los ciudadanos y las ayudas de la UE han sido determinantes en la tarea de modernización de España. En cambio, la maquinaria pública, que ha continuado recibiendo recursos humanos y materiales en cantidades desconocidas en nuestra historia -en 15 años se han creado más de 800.000 empleos públicos y los presupuestos no han dejado de crecer- camina con demasiada lentitud y con bastante frecuencia ofrece la imagen de estar desbordada por los acontecimientos. Eso crea la inseguridad y el desapego de la población, lo que no deja de ser negativo para el interés general. El hecho de que vivamos en un ambiente de sublimación de lo privado no significa que lo público, y en concreto la gestión pública, carezca de importancia. Para una sociedad que pretende la eficacia y el bienestar no es indiferente la actuación de los responsables públicos, porque, aparte de otras consideraciones, recaudan sustanciosos impuestos para cumplir con las funciones que tradicionalmente se atribuyen al Estado.
Si se acepta como normal que cualquier empresa procura dotarse de los gestores más cualificados para desarrollar su negocio, no se comprende la facilidad con que se asume que lo público puede funcionar con pautas distintas. Es posible que en esa diferencia de percepción radique gran parte de los problemas que aquejan a la labor pública. Por ello sería saludable debatir la conveniencia de un cambio de actitud ante quienes eligen la profesión política, porque algunos o bastantes pueden llegar a desempeñar responsabilidades superiores a las de cualquier ejecutivo de una empresa.
Las circunstancias españolas que nos presentan un panorama de múltiples Administraciones, que demasiadas veces se desconocen o colisionan, convirtiendo el poder público en un campo de agramante, no invitan al optimismo; pero la esperanza es lo último que se pierde y la reacción de la sociedad, como en la catástrofe del Prestige, podría ser un revulsivo para superar el descrédito de lo público, que resulta tan negativo para el interés general.