Delicias de alto riesgo
Grandes gourmets pagaron con la vida su afición de 'afaisanar' la caza
Los ministros de Economía de la España difícil tenían un sencillo y expeditivo método para medir en cada momento el nivel de bienestar de sus gobernados, sostiene el siempre ingenioso escritor José Manuel Vilabella. 'Nada más entrar en su despacho miraban por la ventana y, si veían gatos correteando por los tejados madrileños, respiraban tranquilos. Porque los gatos desaparecen de los tejados cuando el hambre pavorosa entra en nuestras vidas'. Aunque después la oscuridad de las cocinas ocultara aviesas maniobras y nadie pudiera avalar la encendida recomendación que los chefs hacían, por ejemplo, de un civet de liebre. Además, 'las porquerías de hoy son los manjares del mañana si un francés pone en ello sus cinco sentidos y decide meterse en la cocina y hacer experimentos con sifón: ya han hecho del hígado enfermo de la oca el símbolo de su cocina y han preparado los caracoles, degustado las lapas, enlatado las hormigas y comercializado las orugas'. Y, por supuesto, han comido cuanto gato han deseado sin que su grandeur se haya debilitado una brizna. Sobre todo, porque entre el gato y la liebre, o cualquier otra pieza venatoria, difícilmente puede detectarse diferencia si se degusta ésta mediante el rústico sistema de la faisandage, bien descrito por el refranero español: 'La perdiz, con el dedo en la nariz'. Cuántos gastrónomos célebres han pasado a mejor vida gracias a ese método. Tantos que Julio Camba no puede evitar hacer chufla de tal osadía: 'El gourmet no es un egoísta, sino al contrario, un hombre dispuesto a sacrificar su vida para obtener una sensación de arte'. Tal sensación consiste en la necesidad de afaisanar la carne cazada para eliminar la rigidez que procura el ácido sarcoláctico segregado por el animal al ser cobrado en pleno esfuerzo: el sabor es infinitamente más exquisito, pero la carne es incomestible por su dureza. Antes de que existieran los métodos de conservación en frío, los cazadores exponían la pieza al aire para que 'los microbios la descompongan hasta darle ese punto de noble podredumbre tan apreciado por los gastrónomos'. Camba añade luego que esa 'exquisita corrupción' es un 'tóxico violentísimo'. Lógico es que haga bandera del faisandage: 'Un faisán consumido en los primeros ocho días de su muerte no vale lo que una perdiz o un pollo, porque su mérito consiste en el aroma', sentenciaba Brillat Savarin, padre espiritual de la coquinaria. Hace dos millones de años, el fuego terminó con la dicotomía del homínido que tenía que elegir entre lo crudo y lo podrido para ingerir la carne: los gourmets más recalcitrantes pretendieron resucitar tales vértigos hasta que la razón campó en las Administraciones y se ordenó congelar cada pieza cobrada. Y si la descongelación se hace con sustancias similares al ácido sarcoláctico, esto es, sumiendo al animal en leche para evitar así la exudación del jugo, su degustación posterior será igualmente una epifanía, pero con el cinturón de seguridad puesto.