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Columna
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La Europa de los horarios comerciales

Europa está, indudablemente, en horas bajas. No sólo se trata de que el poder militar y tecnológico americano haga ahora irrelevante la opinión europea en asuntos transcendentales como la casi segura guerra contra Irak, la negativa a suscribir el Protocolo de Kioto, o la exigencia americana de impunidad ante el Tribunal Penal Internacional, sino -lo cual es más triste- que probablemente esa debilidad se vaya acrecentando con el paso del tiempo.

Las razones son muy sencillas: los países europeos no han estado ni están a la altura de las circunstancias, entendiendo por tal la puesta en práctica de los medios adecuados para conseguir los ambiciosos fines propuestos.

Atada aún a los grilletes de los intereses nacionales, Europa carece de una política exterior y de defensa comunes, sus sistemas legales divergen en multitud de cuestiones, que van de la persecución de los delitos de terrorismo a la calificación de las quiebras mercantiles; incluso en los terrenos monetarios y financieros -en los cuales se supone que la unión es a la vez más férrea y operativa- los problemas domésticos priman sobre los propósitos -por no mencionar las promesas- paneuropeos.

Alemania constituye un buen ejemplo -acaso el mejor por tratarse del país más poderoso de la Unión Europea- de esa desunión. Como es sabido, hoy en día la locomotora europea está parada, pues este año se prevé un ridículo crecimiento del 0,5% y para el año 2003, poco más del 1%; a ello se añade que su otrora virtuosa Hacienda se arriesga a recibir una amonestación de la Comisión Europea por déficit excesivo si, como parece inevitable, supera este año el límite del 3%. Pero hay incluso motivos más serios de preocupación: para empezar, en el programa de Gobierno rosa-y-verde presentado por Schröder y Fischer se pide al Banco Central Europeo (BCE) que reduzca sus tipos de interés para que 'Alemania salga de la crisis'.

De esta forma se recrea la situación planteada por el primer ministro de Hacienda que tuvo Schröder -el efímero y anticuado Lafontaine-, al tiempo que se reitera una práctica muy teutona en este terreno -a saber, creer que la política económica conveniente para ellos es también la mejor para el resto de los países de la Unión-.

Pero no se detienen en esas fronteras las sombras que la actual situación alemana proyecta sobre el futuro europeo. Si algo caracteriza las 87 páginas del acuerdo que los socialistas y los verdes han presentado como proyecto de gobierno, ese algo es la ausencia de un programa claro de reformas económicas en un país que tanto las necesita; hay muchas referencias a las mismas, pero faltan propuestas concretas respecto a cuestiones que abarcan desde cambios en el mercado laboral como las presentadas por la Comisión Hartz -con su pretensión de reducir drásticamente los cuatro millones de parados actuales- a las más modestas, cuales son las referentes a los horarios comerciales -que son allí los más rígidos de Europa- y que, al parecer, tampoco el audaz Schröder se atreverá a modificar.

Pero con ser relevante esta ausencia de ideas y de espíritu innovador en el campo económico, lo peor es que la combinación Schröder-Fischer probablemente traiga de la mano una mezcla de retórica y buenos propósitos nada fructífera para la idea de una Europa unida y vigorosa, capaz de ejercer como contrapeso a la peligrosa e imperial hegemonía americana.

Con un Ejecutivo presidido por un italiano oportunista, una Alemania semiparalizada, una Francia cada día más gaullista y un Reino Unido entregado de pies y manos a los caprichos del inquilino de turno en la Casa Blanca, y con las inmensas complicaciones de una ambiciosa ampliación en el horizonte, las esperanzas europeas residen en una improbable, a corto plazo, rebelión de la opinión pública y el legislativo americanos, o, a dos años vista, en la elección de un nuevo presidente. En cualquier caso, unas perspectivas muy desalentadoras para la mayoría de los europeos.

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