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Columna
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¿Sin libertad hacia un Estado libre asociado?

Antonio Gutiérrez Vegara

La primera condición para tan siquiera plantearse la propuesta del lendakari es, paradójicamente, la que reclamaban las 100.000 personas que se manifestaron el pasado sábado, 19 de octubre, en San Sebastián: libertad.

Para esa y para dialogar sobre cualquier otra propuesta política de futuro en el País Vasco, es imprescindible acabar con la presión terrorista que atenaza a la mitad de la sociedad vasca y a sus representantes sociales y políticos legitimados democráticamente.

Es un cruel sarcasmo emplazar al diálogo sobre proyecto soberanista alguno, cuando una parte tan considerable de la sociedad vasca no puede ni articular palabra sin correr el riesgo de ser agredida violentamente.

No puede ejercerse la soberanía popular mientras todos y cada uno de los ciudadanos no puedan expresar su voluntad libremente. Las naciones que no nacen de esta premisa de la democracia son naciones de imposición, como lo fue la España de Franco, pero no lo son de voluntad, como es la construida a raíz de la Constitución española de 1978. Con ella se venció al nacionalismo españolista y nos convencimos de que la unidad de España debía ser consecuencia -previamente consensuada- de ejercitar el derecho al autogobierno de sus comunidades autónomas.

Otra alentadora paradoja aportada por los manifestantes de San Sebastián fue reivindicar los marcos donde se ampara el carácter de Euskadi como nacionalidad y se hace tangible, la Constitución y el Estatuto de Guernica, respectivamente. Desbordarlos, pretendiendo configurar un nuevo estado libre asociado, pero previa disociación de las tres provincias vascofrancesas, de Guipúzcoa, Álava y Vizcaya, más Navarra, de los Estados francés y español, ya configurados democráticamente y consagrados constitucionalmente, es una quimera. Y proponer quimeras como eje del diálogo social y político es dinamitar de antemano las posibilidades de sumar voluntades.

Así ha debido constatarlo el lendakari en su ronda de conversaciones con los partidos y organizaciones sociales de su comunidad autónoma. Lejos de agregar a más de los que ya estaban de acuerdo, por ser socios de su Gobierno o participar previamente de su ideario soberanista (caso del sindicato vasco ELA-STV), ha profundizado en las fracturas de la sociedad vasca.

También se ha debilitado la credibilidad en sus ofertas de diálogo, cuando a quienes han objetado su proyecto se les ha castigado sin recursos institucionales en unos casos (a las confederaciones vascas de UGT y de CC OO) y en otros se les ha tratado de dividir internamente, como hemos visto con la patronal Confebask.

Pero lo más grave del experimento es que pergeña una especie de Frankenstein político-territorial (como gráficamente denunciaba el manifiesto leído al término de la manifestación) a recoser con trozos de uno y otro país que no apacigua, sino que estimula a quienes pretenden darle vida dejando un camino sembrado de cadáveres como hiciera el monstruoso engendro novelesco.

El diálogo, más que necesario urgente, es el que debería concretarse entre los Gobiernos central y autonómico, partidos democráticos y organizaciones de la sociedad civil, para dar respuesta a las demandas inexcusables que se coreaban el sábado por las calles donostiarras.

No había muchas banderas, tal vez porque una reivindicación tan elemental como es la de vivir libres y en paz trasciende de símbolos y colores, pero pudieron verse tantas o más ikurriñas que rojigualdas constitucionales y varias de la Unión Europea. Se mezclaron los no nacionalistas con los nacionalistas que anteponen forjar la convivencia en democracia y desde el respeto a todas las opciones a sus particulares aspiraciones para Euskadi (algunos de ellos ya expulsados del PNV por haber defendido esa escala de valores). Se criticó el plan de Ibarretxe en francés, euskera y español, pero el único no rotundo sólo se dirigió a la organización terrorista ETA.

Y será en el diálogo así concebido y para esos fines en el que podrá forjarse un único frente, el de los demócratas; para trazar el puente más esperanzador hacia el futuro, el que deben tomar a la mayor velocidad posible los que matan.

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