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Columna
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Luz al final del túnel

Los datos en EE UU dan un respiro. Con todo, Carlos Solchaga llama la atención sobre dos fuentes de inestabilidad: el ajuste en los mercados no ha terminado y el cambio del dólar sigue sobrevalorado

Conocidos algunos datos empresariales de los resultados del tercer trimestre, particularmente en los Estados Unidos, parece que se empiezan a establecer ciertos límites a la corriente de desánimo que se había instaurado en los mercados y también en la opinión pública en general, después de las vacaciones estivales. Hace algunas semanas en esta misma columna -Cinco Días, 7 de septiembre- advertía sobre los riesgos y la falta de fundamento suficiente en relación con tal estado de ánimo. Desde entonces, los mercados de valores siguieron cayendo a lo largo del mes de septiembre y la primera parte de octubre, la incertidumbre aumentando, mientras se vislumbraba cada vez con mayor claridad la intención aparentemente indeclinable de los Estados Unidos de hacer la guerra a Irak y los mercados de los países emergentes atravesaron sus peores momentos, influidos por la grave manipulación que se está cometiendo con la especulación sobre el futuro político de Brasil. En este contexto no era raro que prácticamente nadie expusiera puntos de vista semejantes a los míos, al menos en lo que yo he leído.

Sin embargo, sigue siendo verdad que la desaceleración del crecimiento no ha sido tan profunda como podría haberse temido o que el crecimiento del desempleo en los países industrializados se ha mantenido hasta ahora dentro de límites razonables. Hay, qué duda cabe, una importante caída de la inversión -provocada por una gigantesca sobreinversión en los Estados Unidos y, en menor medida y concentrada en menos sectores también, en Europa- y una atonía grave del comercio internacional (es decir, los componentes básicos de una crisis económica de carácter tradicional) y ambos fenómenos, sobre todo la caída de la inversión, tardarán todavía un tiempo en ser digeridos. Por ello mismo es arriesgado interpretar los resultados empresariales como un indicio del comienzo de una clara y brillante recuperación tan sólo porque han sido algo menos malos que lo que se había anticipado.

Pero el mantenimiento del consumo, los bajos niveles de los tipos de interés y la marcha de las rentas e ingresos de las empresas parecen abonar la creencia de que el peligro de la deflación es más fantasmagórico que real. Lo mismo puede decirse del efecto depresivo de las amenazas de guerra, que plantean sin duda una serie de incógnitas respecto de las consecuencias geoestratégicas de la misma sobre la región de Oriente Próximo y sobre el mundo islámico, en el medio plazo, pero que sólo aumentan limitadamente la incertidumbre ya bastante elevada que existe actualmente.

No obstante lo anterior, conviene señalar que seguimos con dos fuentes de inestabilidad potenciales que convendría limitar. La primera nace del hecho de que no ha terminado el ajuste, si no en la cuantía, al menos en el tiempo, de la inflación de activos que tuvo lugar entre 1996 y 2000 en el mercado de capitales. Es posible que estemos próximos a alcanzar el suelo o que nos hayamos topado con él, pero la recuperación de los altos valores de antaño tardará mucho tiempo en producirse. Esto siempre supondrá un elemento depresivo y, por la volatilidad que se impondrá en los mercados, una fuente de incertidumbre. El segundo es el de la dudosa estabilidad del tipo de cambio actual del dólar, que sigue, en mi opinión, todavía sobrevalorado.

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