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La opinión del experto
Tribuna
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Saber leer entre líneas

Antonio Cancelo analiza las distintas maneras que tienen los ejecutivos de interpretar los mensajes que les lanzan tanto los clientes como el mercado

Observar lo que ocurre en el entorno es un bello y apasionante deporte mediante el cual se ejercita la mente, encontrándose con multitud de preguntas y algunas respuestas que sirven para resituar permanentemente el proyecto personal en el que cada uno se halla comprometido. Interpretar correctamente lo detectado no debe ser, sin embargo, una tarea fácil, a la luz de lo observable. Como en el viejo ejemplo del monte contemplado desde distintas vertientes, también los acontecimientos, de cualquier signo que sean, se observan desde distintos ángulos diferenciados, lo que da lugar a visiones contrapuestas capaces incluso de generar conflictos vitales.

El lastre, quizá inevitable, de las posiciones previas, los vicios adquiridos, el color de los cristales o los conocimientos obsoletos son todos ellos elementos que dificultan el acercamiento a la realidad. Estos comportamientos tienen un carácter claramente generalizable, encontrándose presentes por doquier, sin que en el mundo económico, y dentro de él en el empresarial, la actuación de los directivos constituya excepción que confirme la regla.

Casi todo, o todo, es discutible, ciertamente, y hasta comienza a dudarse que la economía sea una ciencia, o sea sólo una ciencia, a cuya teoría le sobra seguramente razón, mucho más a la luz de los acontecimientos que estamos viendo en los últimos tiempos. Pero, a pesar del relativismo antidogmático de la época, existen enseñanzas derivadas del mercado que son incontrovertibles y que hay que interpretar correctamente para reaccionar ajustando los comportamientos, ya que de otro modo se conducirá a la empresa de modo irremediable hacia el abismo.

Es fácil comprobar la enorme capacidad fabuladora desarrollada en el mundo empresarial para justificar lo injustificable

Lo que teóricamente parece evidente, no lo es tanto en la realidad, y así es fácil comprobar la enorme capacidad fabuladora desarrollada en el mundo empresarial para justificar lo injustificable, sobre todo cuando lo que se observa se aleja de lo deseable y no resulta del agrado del observador, porque distorsiona la orientación de su proyecto o lo cuestiona de modo rotundo. En lugar de proceder a la adecuación de lo que se hace, que reclama la lógica, se prefiere disfrazar la realidad envolviéndola en un manto literario que permite, al menos durante una temporada, vivir más sosegado.

Existen mensajes procedentes del mercado tan incuestionables que no entender o, lo que es peor, disfrazar, por ejemplo, los efectos de un cambio en la demanda, en la oferta, en las preferencias del consumidor, en la tecnología, e intentar justificar la pérdida de peso de una determinada alternativa en razones distintas, tales como las leyes, los grupos de presión, la competencia desleal, etc., más frecuentes de lo que pudiera pensarse, no son más que argucias, además ineficaces, para no afrontar el cambio necesario.

La pérdida del favor del cliente o consumidor es la única razón para explicar la trayectoria indeseada de una empresa y, cuando se produce esta circunstancia, es porque aquéllos han modificado sus preferencias, optando por alternativas diferentes y, en consecuencia, los que tienen que ajustar sus proyectos son quienes se están viendo desplazados.

Parece todo tan elemental, tan lógico, tan consecuente que parece incomprensible la repetición de actuaciones cargadas de incoherencias. Son infinitas las ocasiones en las que he podido escuchar afirmaciones rotundas cuestionando la razonabilidad del comportamiento del cliente, acusándole de haber perdido el norte, de equivocarse al preferir otras alternativas o de que sí, pero se trata de una moda pasajera y todo volverá a ser como siempre ha sido.

Llegando en último término, existe más de un ejemplo, a solicitar a la Administración la corrección de comportamientos erróneos por parte del consumidor, poniendo coto a quienes en uso de su libertad habían cometido el terrible sacrilegio de acertar a satisfacer las nuevas expectativas. A lo largo de mi vida he tenido la ocasión de comprobar cómo se transformaban sectores enteros de la economía, emergiendo nuevas formas y desapareciendo otras y, en todos los casos, se han producido comportamientos dicotómicos, los impulsores y finalmente protagonistas del cambio, muchas veces procedentes de fuera del sector y los inmovilistas, aferrados a lo existente, incapaces de interpretar mensajes provenientes del mercado, tan irrebatibles como el de la constante y progresiva pérdida de peso de sus propias empresas.

Parece una casualidad, seguramente es lo único puede explicarlo, pero los protagonistas de ambas historias corresponden a dos categorías diferentes de una misma responsabilidad, ya que unos y otros se titulan y ejercen como directivos de empresa.

Sin embargo, los unos utilizan todas sus facultades para interpretar lo que acontece en el mercado, aunque no les guste, e incluso son capaces de intuir lo que puede suceder mañana, preparando las modificaciones precisas para adecuar la respuesta de sus empresas.

Los otros niegan toda evidencia, reinterpretan los hechos, disfrazan la realidad, en cuya tarea no carecen de animadores, a veces provistos de luminosas y reconocidas titulaciones y acaban conduciendo sus negocios al cementerio común, en cuyas lápidas permanecerá indeleble un único epitafio: desoyeron de manera contumaz el mensaje del mercado.

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