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Columna
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Brasil

Los mercados han vivido histéricamente durante un año las elecciones presidenciales en Brasil. Carlos Solchaga explica por qué prefiere una victoria del candidato Lula da Silva

Por fin mañana tendrá lugar la primera vuelta de las elecciones presidenciales brasileñas. Digo por fin porque los mercados han vivido histéricamente la evolución de las perspectivas electorales de los diversos candidatos desde hace casi un año, cuando el comienzo de la precampaña vino a coincidir con el derrumbe financiero de Argentina y esta experiencia de continua ansiedad resulta agotadora para todos los partícipes en los mismos, así como por los analistas e informadores en general.

Por eso no faltan entre unos y otros aquellos que como yo consideran que lo mejor sería que el favorito actual y el candidato más temido y denostado por lo que venimos llamando con grave impropiedad los mercados, Lula da Silva, alcanzara mañana la mayoría suficiente y no fuera precisa la convocatoria de segunda vuelta. De esta manera pasaríamos de la ansiedad de las expectativas nunca bien fundamentadas (después de todo, el miedo es libre) al juicio de los hechos conforme al presidente electo, libre ya de la presión de la campaña electoral, fuera desgranando sus objetivos y anunciando sus posibles nombramientos.

En esta preferencia cuenta, desde luego, la convicción de que, ya sea en la primera, ya sea en la segunda vuelta, Lula da Silva va a ganar las elecciones y será el próximo presidente de Brasil. De manera que, cuanto antes se dejen de lado las ensoñaciones sobre la victoria de Serra, antes empezarán los poderes fácticos y políticos a negociar un área de consenso en torno a la gobernación de Brasil que ayude a disipar los exagerados temores que algunos han alimentado y contribuido a difundir. Es cierto que el hecho de que la asunción de poder se retrase hasta principio del año que viene, 2003, dejará una incertidumbre en el ambiente político, pero será mucho menor que la actual al menos por dos razones: primero, porque se habrían desvanecido las campañas encaminadas a la eliminación política de Lula da Silva como candidato, campañas que han utilizado todos los medios imaginables hasta hoy mismo; segundo, porque ya se conocerá la composición del Parlamento brasileño (tema del que apenas se ha hablado centrada la cuestión, como ha sido el caso, en la eliminación o no eliminación de Lula da Silva) y se comprobará, dada la situación minoritaria del Partido del Trabajo del presidente Lula y de sus aliados parlamentarios, la necesidad ineludible de un pacto entre el Legislativo y el Ejecutivo.

Pero en mi caso al menos cuenta también para preferir esta alternativa el hartazgo y la náusea que me han producido la desvergonzada e ilegítima intromisión del capital internacional en la formación del voto de los ciudadanos brasileños amenazándoles con todo tipo de desgracias si elegían finalmente a Lula. El hecho de que hayan contado para llevar a cabo esta campaña con el beneplácito probable del Gobierno y otras fuerzas políticas brasileñas no los libra de su responsabilidad en la generación de incertidumbre y el crecimiento exponencial del riesgo-país del Brasil que aseguraba, una vez más, el éxito de las profecías autocumplidas. Que instituciones con el comportamiento que conocemos en el caso de las recomendaciones de inversión y del uso de la información privilegiada para con sus amigos (Merrill Lynch, Goldman Sachs, Salomon Smith Barney, Chase-Morgan) se hayan permitido hacer los pronósticos catastróficos que han hecho en caso de una victoria de Lula, es algo cuya hipocresía y desvergüenza clama al cielo. Que ellos y otros hayan conseguido ocultar del debate hasta última hora el hecho de que, pase lo que pase, la composición del parlamento en favor de las fuerzas conservadoras y centristas apenas va a cambiar después de las elecciones es algo que si Borges lo hubiera conocido es probable que lo hubiera recogido en su Historia universal de la infamia.

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