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El espíritu de la Gran Manzana

Más que una ciudad, Nueva York es un estado de ánimo. Un pulso vital que nos recuerda que todo es posible. Casi ocho millones de ciudadanos de todo credo y condición que conviven en apenas 800 kilómetros cuadrados, configurando un mosaico multicolor en el que caben el glamour de Tiffany's y las baratijas de Chinatown, el tráfico frenético de Grand Central Station y la calma chicha de los cafés de Mulberry Street, el fervor religioso de protestantes, católicos y musulmanes, y el ateísmo militante de los pequeños grupos radicales de izquierdas.

Un espíritu de ciudad multiétnica, abierta y tolerante que se quebró de golpe el 11 de septiembre de 2001 y que, un año después, sigue sin recuperarse.

Nueva York amaneció aquel día con un sol radiante y unas ganas enormes de demostrar que todo podía ir bien. En Washington DC, los políticos hablaban de recesión y la Reserva Federal acababa de bajar los tipos de interés para impulsar la economía. En Wall Street, la burbuja de las tecnológicas había explotado hacía meses y el Nasdaq cotizaba a los mínimos del año. Pero los neoyorquinos seguían viviendo dentro de su propia burbuja, convencidos de que la mejor manera de espantar el fantasma de la recesión era levantarse temprano cada mañana para ir a trabajar, inundar los teatros y las salas de conciertos, cenar cada noche en restaurantes de moda y gastar lo más posible.

El 11-S, cuando el reloj marcaba apenas las 8.46 de la mañana, un avión se estrelló contra la torre norte del World Trade Center. A las 9.03 se producía otro impacto en la torre sur. Empezaba así una pesadilla que dejó sin pulso y sin aliento a la única urbe que se atreve a llamarse a sí misma 'la capital del mundo'.

En apenas una hora y 42 minutos, las Torres Gemelas se habían convertido en una mole de 450.000 toneladas bajo la cual murieron sepultadas miles de personas. En un mundo acostumbrado a las guerras asépticas y los bombardeos inteligentes, el desastre de las Torres Gemelas fue retransmitido en vivo por las televisiones de todo el mundo a millones de ciudadanos que apenas podían creer que las imágenes fuesen reales.

Sin rumbo

La Administración Federal cerró de inmediato los aeropuertos. La Autoridad Portuaria prohibió la circulación de vehículos en los túneles y puentes de Manhattan. Los rascacielos fueron evacuados, y los ciudadanos inundaron las calles, deambulando sin rumbo. La ciudad que nunca duerme quedó paralizada de golpe.

El ataque provocó enormes daños personales y materiales, y obligó a cerrar la Bolsa de Nueva York por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial. Pero, sobre todo, inundó los corazones de los neoyorquinos, y del resto de los estadounidenses, de un sentimiento de vulnerabilidad que desconocían hasta entonces. La gente se encerró en sus casas, canceló reservas de espectáculos, anuló sus viajes y se atrincheró frente a los televisores.

El alcalde Rudolph Giuliani tardó apenas unos minutos en llegar al lugar de la tragedia para agarrar con firmeza el timón de una crisis cuyas consecuencias eran impredecibles. El presidente George Bush optó por mantenerse escondido en alguna 'ubicación segura'.

La espantada presidencial duró apenas media hora, pero aquellos minutos resultaron eternos y sólo ayudaron a incrementar la sensación de incertidumbre y desamparo de los ciudadanos.

A las 9.30, Bush declaró en Florida que el país había sido víctima de un 'aparente ataque terrorista'. Y volvió a desaparecer hasta las 8.30 de la tarde, cuando anunció, por primera vez, una guerra sin cuartel contra el terrorismo que no distinguiría entre quienes ejecuten los atentados y 'quienes les protejan'.

Giuliani logró poner de nuevo en pie las infraestructuras básicas de la ciudad en apenas una semana. El presidente de la Bolsa de Nueva York, Richard Grasso, consiguió que el mercado reabriera el 17 de septiembre. Las empresas inundaron los medios de comunicación con mensajes patrióticos que animaban al ciudadano a salir a la calle y consumir, para demostrar al mundo que Nueva York y EE UU renacerían de inmediato de sus cenizas.

Pero la amenaza de nuevos 'ataques inminentes', difundida profusamente por el propio Gobierno, la crisis del carbunco (ántrax) y una recesión que había empezado meses antes del 11-S han sido lastres difíciles de cargar.

Un año después de la ofensiva, Nueva York ha recuperado parte del pulso económico perdido, pero sigue dominada por sentimientos de temor e intransigencia que no le son propios. Todavía hay demasiadas banderas colgando de los balcones. Demasiados detenidos sin pruebas. Demasiado recelo.

Para que la ciudad renazca plenamente no basta con reconstruir sus infraestructuras y levantar un complejo futurista sobre las ruinas del World Trade Center. Además será preciso recuperar el espíritu de ciudad libre. Para conseguirlo tendrá que superar por fin el miedo. O aprender a vivir con él.

Muchos planes para la Zona Cero

 

No hay aún consenso sobre los planes de futuro para el enorme agujero que queda en lo que hace un año era el imponente World Trade Center. Decía Michael Bloomberg, ex empresario y alcalde de la ciudad, que hay tantas ideas para rehabilitar la zona como gente hay en la ciudad 'o aún más'. Lo cierto es que los seis proyectos presentados hasta ahora no han calado y el debate es si dejar todo el terreno dedicado a un monumento fúnebre de recuerdo (cuya causa tiene como defensor al ex alcalde Giuliani) o construir viviendas, comercios y oficinas.

 

 

 

El coste de los proyectos es muy alto y el que la ciudad soporta desde el ataque es enorme. Sólo un tercio de las empresas que tenía oficinas en el WTC han vuelto.

 

La ciudad, además, tiene un déficit presupuestario de 4.000 millones de dólares, ha perdido 3.000 millones en impuestos y un total de 83.000 empleos. Son números para una crisis económica que complica más la emocional. Pero ha pasado un año y aunque son momentos intensos, la ciudad, abrazada a su bandera, se recupera. El turismo vuelve a resurgir, aunque los visitantes gastan menos, y en algunos restaurantes ya hay que pedir hora con semanas de antelación.

 

El perfil de la isla se ha hecho irreal sin las torres y la posibilidad de que se levanten otras de semejante altura son muy escasas. El mismísimo Donald Trump ha parado el proyecto de un gran rascacielos en la ciudad. Y es que se tienen que estudiar nuevas medidas de seguridad, negociar altas primas de seguros y convencer a la gente para subir a las alturas a trabajar.

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