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El paladar

La inmortalidad del alma

Los crustáceos han estado presentes en las mesas de todas las civilizaciones

Para comerse un percebe con conocimiento de causa (...) es preciso ser de buena familia, un tanto escéptico y fantasioso, algo teólogo, un poco trapalón y mujeriego y medio obispo'. José Manuel Vilabella, un gastrónomo heterodoxo, narra después el efecto de estos crustáceos en las personas tras su ingesta: el párroco los distribuye entre los pobres impedidos para que sepan cómo es el mar y pregunta por sus sensaciones a uno de ellos, un ciego, una vez deglutido el percebe: '¿qué ves?' 'Lo de siempre, señor párroco, unos tritones con cara de mala leche, a don Neptuno nadando al estilo mariposa y a unas quinientas sirenas con unos traseros así de grandes'. 'Pero si las sirenas no tienen nalgas'. 'Eso lo dirá usted, señor párroco, menudo culo tienen las mías'. Después el cura se pregunta si será una droga el percebe, si producirá alucinaciones y espejismos y si al consumirlo estaremos poniendo en peligro nuestra alma inmortal.

Los efectos de los langostinos tampoco son mancos, como atestigua el escritor Julio Camba, otro gran gourmet: un hombre asesina a su suegra a sartenazos y tras ser condenado a muerte pide su último deseo: una ración de langostinos. El cura que le da la última confesión observa que se encuentra ante un epicúreo que mató a su suegra para poder comer langostinos una vez.

Muchos años antes de estas anécdotas, los helenos sorbían las ostras y después utilizaban las conchas como papeletas electorales. Aunque no todos manifestaban el mismo aprecio por el exquisito molusco. Homero denominaba a los frutos marinos 'rudas comidas de la miseria'. Discrepaban con el autor de la Iliada y la Odisea los romanos. Los mariscos eran disfrutados en la Roma clásica con afán. A la sombra de tal voracidad, el reputado gastrónomo romano Marcus Caelius Apicius tuvo que dedicar enteramente al marisco el noveno de los 10 tomos en los que se divide su magna obra culinaria. A partir de esta época, el marisco sigue una andadura desigual: la langosta triunfa en las mesas y en el comercio de la Francia medieval, aunque los príncipes alemanes estuvieron a punto de extinción si no se frenan los envíos de crustáceos y moluscos a sus palacios, debido al mal estado en que llegaban las especies, demasiado frágiles para tan largos viajes. Su cima llegó en la Francia del rococó, cuyos habitantes no dudaban de los efectos afrodisiacos de las ostras: Luis XIV se despachó 400 ejemplares justo antes de su boda con María Teresa.

A pesar de todo, piensa el escritor Hannelore Blohn, el entusiasmo del sibarita por este manjar, uno de los más antiguos del mundo, es hoy mayor de lo que fue nunca. Los expertos cifran en más de 100.000 las especies de moluscos o crustáceos: 10.000 especies de cangrejos grandes y 5.000 de cangrejos pequeños, de 2.000 a 3.000 de gambas y más de 80.000 de almejas, caracoles y otros moluscos.

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