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Tribuna
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Ejecutivos en bicicleta

Mercè Sala Mercè Sala es economista y presidenta de la Fundación Politécnica de Cataluña

Recientemente hemos podido ver en la prensa un curioso anuncio publicitario de una marca de automóviles de lujo en la que anunciaban que se quitaban los coches a los directivos y aparecía en la imagen una bicicleta tipo tándem, conducida por un chófer, que transportaba a un ejecutivo que iba leyendo su diario. No sé si los responsables de esta campaña se habían dado cuenta de que su mensaje llegaba en el peor momento para la imagen de los grandes ejecutivos.

El caso es que la campaña ha coincidido con un momento de emergencia de la caída en cadena de un largo número de presidentes y altos cargos que se están viendo inmersos en jugosos escándalos financieros. Es tal la coincidencia que el otro día me encontré con que al leer las noticias de economía, con el diario abierto a doble página, podía ver en paralelo a mi izquierda el susodicho anuncio y a mi derecha la imagen de el ex presidente de Vivendi, Jean-Marie Messier, abandonando la sede de esa empresa. La idea perversa que me vino a la cabeza fue naturalmente: ¡que se vaya en bicicleta! Aunque la verdad es que no se marchó figuradamente en bicicleta porque logró obtener una suculenta indemnización que lógicamente contribuirá a endulzarle la caída.

Aunque esta persona haya afirmado que se marcha porque es un presidente responsable y desea que la empresa permanezca, nadie puede negar que la popularidad de muchos de los supuestos héroes de la economía está por los suelos. Incluso en algunos casos el solo rumor de posible dimisión o cese de algún otro presidente ha provocado la subida en la Bolsa de las acciones de la empresa implicada como acabo de leer en referencia a la alemana Deutsche Telecom.

Sin embargo, hace escasamente un año toda la literatura empresarial aclamaba el poder de liderazgo de todos estos dirigentes empresariales que eran considerados como héroes que entraban en la compañía montados en su caballo blanco para salvarla', tal como escribió Henry Mintzberg, uno de los gurús más agudo y crítico. A partir de ahora podremos encontrar multitud de libros sobre liderazgo en la lista de las grandes rebajas de Amazon que se unirán a otros muchos dedicados a ensalzar las grandes virtudes y la supuesta inmortalidad de la llamada nueva economía.

En muchas ocasiones me han pedido intervenir en cursos de gestión o en conferencias para hablar sobre el liderazgo y siempre me ha dado un poco de miedo y pudor adentrarme en ese proceloso campo debido al riesgo de caer en el tópico y hasta si cabe en el ridículo. Si quieres actuar con honradez, es demasiado osado ponerse a pontificar y dar consejos sobre este tema más allá de explicar tu propia experiencia y aportar la simple idea de que lo que importa es ser auténtico y clarificar tus expectativas y valores.

En definitiva, todo depende del concepto que tengas de lo que es una empresa y por mucho que se diga no se puede negar que la dirección de las grandes empresas de la economía global lleva mucho tiempo centrada en lo que se ha dado en llamar el 'valor para el accionista', olvidando en general otros tipos de valor como el de los clientes, el de los trabajadores y el de la sociedad en general.

En nombre de ese sacrosanto valor para el accionista, los dirigentes se han lanzado a la frenética carrera del crecimiento y la expansión mediante la absorción de empresas rivales, las fusiones entre iguales o la compra desenfrenada de supuestos negocios, como ha ocurrido con Vivendi, y han surgido nuevas ideas y proyectos empresariales como en el caso de Enron o Worldcom.

En este contexto lo único que importa es el beneficio, con lo que, si alguna cualidad distingue a sus líderes, es la ambición y la vanidad. En el momento de la expansión general de la economía, la Bolsa, ese gran mercado de la expectativa, aplaudía esa actitud y animaba a millones de pequeños inversores a entrar en un sistema de ganancia rápida y aparentemente fácil, la mayoría de ellos confiados y dándole la mano a los múltiples fondos de inversión o de pensiones.

Pero los magos de la expansión han tenido que recurrir a nuevos trucos cuando han llegado las vacas flacas para intentar mantener la apariencia del beneficio, del citado valor para el accionista. Para ello se ha inventado, en la mejor de las situaciones, el célebre Ebitda (beneficios antes de intereses, impuestos, depreciación y amortizaciones), que ayuda a maquillar y justificar presuntas ganancias jugando con el complejo lenguaje de la contabilidad. Presionados por la cruda realidad de las cifras, en muchas otras ocasiones han acabado con la simple y sencilla ocultación de pérdidas, trapicheos contables o el juego de mover el dinero de unos países a otros buscando el diferencial fiscal y el desconcierto general. La novedad de esta nueva crisis es que todo ello haya sido bendecido por algunas de las otrora solventes y prestigiosas grandes compañías de auditoría.

La consecuencia es que los nuevos accionistas, que ya se creían capitalistas y, por tanto, liberados de la proclamada ineficiencia del Estado, han perdido la confianza y piden de nuevo la intervención de los poderes públicos para que regule y proteja mejor sus intereses, sus ahorros y sus pensiones. Ahora que los grandes líderes capitalistas han ahogado a los pequeños, ¿habrá alguien que se decida a pensar en modernizar y actualizar los valores básicos de la socialdemocracia?

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