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El paladar

Un placer y un milagro

El cerdo ibérico estuvo a punto de extinguirse a mediados del siglo XX

Estrabón, cronista romano, refleja en sus escritos de hace 2000 años una visión insólita: atunes gordos y grasosos alimentados por ' bellotas de cierta encina que crece junto al mar muy rastrera y que produce frutos en verdad abundantes. Esta encina se da también profusamente en el interior de Iberia y produce tanto fruto que, después de la marea alta, (...) la costa queda cubierta de las que arroja la pleamar'. Hoy, el placer de pacer la bellota (el ibérico es un gran gourmand: pela la bellota antes de comérsela) queda reservado al cerdo, que lo traduce armoniosamente al sabor del jamón: le imprime aroma, jugosidad, un color entre rojo púrpura y rosa pálido, tono brillante y una untuosidad exclusiva. Y un alto índice de grasas insaturadas que no elevan el colesterol.

Sin embargo, el escenario que dibujaba Estrabón no se corresponde con el paisaje que han experimentado las dehesas en los últimos años. A principios de siglo, únicamente las provincias el norte no tenían dehesa. En la actualidad, las encinas, alcornoques y quejigos ocupan una mancha occidental de territorios limítrofes con Portugal con pequeñas introducciones en Granada, Jaén, Ciudad Real, Toledo, Ávila y Segovia. El recorte fue tan drástico que la raza porcina ibérica estuvo amenazada de extinción a mediados del siglo XX. Que esta joya gastronómica sea producida en España es casi un milagro. En la fecha señalada se inicia un éxodo rural que merma la disponibilidad de efectivos en la porcinocultura; además, se impulsa en gran medida la producción agraria gracias a la tecnificación (el número de tractores pasa de 27.000 unidades en 1955 a 147.000 en 1965), que se lanza sin empacho a roturar dehesas para cultivo. Se ponen en marcha después los primeros intentos de producción ganadera intensiva y en esta estela, la industria incipiente porcina opta por decantarse hacia la producción estabulada, en la que el cerdo blanco daba mejores rendimientos. Se importan razas de porcino de capa blanca y se destierra al ibérico. Como colofón, aparece la peste porcina africana, que diezma la población de raza ibérica pura.

Eduardo Laguna refleja en su obra El cerdo ibérico el sentir de la época en un comentario que un comisario de Abastecimientos y Transportes realizó en 1960. Decía: '¿Por qué no podríamos cambiar rápidamente el signo de esa cabaña del oeste español, empleando una parte importante de las divisas destinadas a traer cerdos muertos?'. La progresión espectacular de la producción intensiva de cerdo blanco, avalada por el sentimiento de que las grasas del cerdo podían ser peligrosas para la salud y por una pretensión de la Administración de la época de 'sustituir las agrupaciones de cerdos autóctonos españoles por razas extranjeras de condición magra' obligó a los ganaderos de ibérico a repensarse su actividad. Evitó el desastre, el conocimiento secular de que las condiciones de la dehesa desaconsejaban la sustitución de ibérico por otro tipo de cerdos.

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