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Columna
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Necesitamos políticas migratorias globales

La necesidad de buenas políticas migratorias será creciente para la Unión Europea. La persecución de la inmigración ilegal es tan sólo una, ni siquiera la más importante, de las acciones que deben acometerse, tales como gestión y regulación de flujos migratorios, políticas de derechos, deberes e integración social, acuerdos internacionales entre países de origen y destino, educación y mentalización de la sociedad ante el nuevo fenómeno de la inmigración y, por último, políticas globales de solidaridad para tratar de incrementar la renta en los países más pobres y disminuir, así, el brutal diferencial de renta.

Poco a poco nos iremos dando cuenta que necesitamos inmigrantes, básicamente jóvenes, para cubrir las crecientes necesidades; nuestra pirámide demográfica y estructura del mercado de trabajo nos los exigirán. Y esa necesidad se irá haciendo más patente a medida que pasen los años y nuestra población envejezca. Desde mediados de los setenta, cuando llegamos casi a los 700.000 nacimientos en España, la natalidad cayó hasta el mínimo de 360.000 nacimientos en 1998. Tenemos una numerosa población entre los 25 y los 40 años, mientras que escasean los menores de esa edad. Cada año se incorporarán menos personas jóvenes al mercado de trabajo, lo que ocasionará fuertes tensiones entre la demanda y la oferta, especialmente en determinadas zonas geográficas.

No serán las ONG las que reclamen inmigrantes. Serán las empresas, los pequeños empresarios, los autónomos, los agricultores, las familias o las personas mayores las que exijan una mano de obra que no encontrarán en el mercado nacional. Y aunque eso ya se empieza a notar en algunos oficios y zonas, dentro de pocos años asistiremos a una fuerte demanda. Los responsables de estas materias deberían intentar anticiparlas y conocerlas, para ir dotándonos de instrumentos de gestión adecuados de esos flujos migratorios. El Instituto Nacional de Estadística (INE) ha estimado los flujos anuales; nos parece un buen dato de partida.

Si seguimos recibiendo los actuales mensajes alarmistas acerca de la inmigración, viviremos una especie de esquizofrenia. Por una parte los necesitaremos, pero por otra recelaremos profundamente. Los precisaremos, pero no los querremos viviendo entre nosotros. En España, queremos que trabajen, en invernaderos por ejemplo, pero no desearemos verlos después deambulando por calles y plazas, alquilando viviendas o comprando. Como si fuese posible que, tras la salida del trabajo, se disolvieran hasta el inicio de la siguiente jornada laboral. Debemos mentalizarnos ante la certeza de que la población inmigrante se irá incrementando entre nosotros. Debemos crear la infraestructura necesaria para que puedan vivir con dignidad; ésa es la política que más favorece a la integración. Y hay que detener las continuas campañas de criminalización de la figura del inmigrante.

La Cumbre de Sevilla centró sus esfuerzos en la lucha contra la inmigración ilegal, intentando coordinar los esfuerzos de los países miembros. Parece razonable ese esfuerzo conjunto, toda vez que, a medida que se consolida el mercado único laboral y la libre circulación de trabajadores, las estrategias de inmigración deben ser comunes, aunque las necesidades sean nacionales. Pero las políticas migratorias no pueden limitarse a la lucha contra la inmigración ilegal. Para que desaparezcan las mafias, además de policías, fronteras y barcos, es preciso establecer un sistema ágil y ordenado de entradas, salidas y retornos legales.

Los flujos migratorios son directamente proporcionales al diferencial de renta, riqueza, expectativas y calidad de vida entre las zonas emisoras y receptoras. Y esa brecha de bienestar se está agrandando entre los países ricos y los pobres, lo que, unido a la fuerte natalidad de estos últimos y al envejecimiento de los primeros, nos permite augurar una creciente presión inmigratoria. Debemos ayudar solidariamente a las zonas en desarrollo. Equilibraríamos riqueza, lo que, además de ser solidariamente hermoso, permitiría otorgar estabilidad a un mundo crecientemente convulso y ampliaría nuestro mercado y oportunidades de inversión. Debemos establecer acuerdos de desarrollo con los países norteafricanos y centroasiáticos, para ayudarles en su desarrollo. La población tiende a no trasladarse de su lugar de origen si encuentra unas condiciones de vida razonables. Esa cooperación debe venir articulada de forma similar a los fondos estructurales, que tanto han beneficiado a los españoles, destinados a programas de formación, salud e infraestructuras. Debemos abordar con seriedad la gestión de nuestras fronteras para sus productos agrarios. No cabe duda que al igual que podemos ofrecer mercados, también podríamos obtener facilidades de inversión para nuestras empresas y tecnologías del sector. Existen interesantes experiencias de instalación de industrias de montaje industrial o semiindustrial en las zonas fronterizas, similares a las industrias maquiladoras en la frontera de México con los Estados Unidos. Permitirían beneficios para ambas economías. Las zonas francas también se demuestran como interesantes polos de desarrollo.

Debemos llevar a cabo un generoso programa de becas universitarias. Es bueno que destacados estudiantes de terceros países finalicen sus estudios en universidades europeas. También sería positivo que recién licenciados europeos pudieran trabajar durante un tiempo en empresas o programas de terceros países; nos ayudaría a todos en el conocimiento mutuo.

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