Violencia y ¡todo vale!
Las últimas semanas, coincidiendo con las jornadas finales del campeonato nacional de fútbol, hemos asistido a todo tipo de violencia: la de los aficionados invadiendo campos de juego y agrediendo a jugadores, la de fanáticos intentando destrozar los coches de quienes solían ser sus ídolos, la de éstos golpeando brutalmente a quienes con su incondicional fanatismo les permiten ganar cantidades de dinero desproporcionadas a la calidad de sus habilidades deportivas, la de directivos intentando justificar las acciones de grupos esencialmente violentos con la única razón de defender los colores del club y atacar, con riesgo de la vida de los otros, los del rival; y así un largo rosario de brutalidades que han venido repitiéndose desde hace años sin que, y ello es incluso más inconcebible, los responsables deportivos y, sobre todo, las autoridades públicas se hayan tomado la molestia de adoptar en su momento las medidas necesarias, acaso por la única razón de que aquéllas podían ser impopulares.
Mucho se ha discutido sobre la violencia y su supuesta justificación en ciertos casos. Se trataría aquí, por ejemplo, de la utilizada por determinados grupos de trabajadores que consideran que la defensa de sus derechos a los puestos de trabajo, la mejora de las condiciones en que aquéllos se llevan a cabo o a una mejor retribución, legitima cualquier tipo de acción por desmesurada que ésta sea.
Así, se intenta que la sociedad acepte cortes en la libre circulación por carreteras, puentes o vías públicas, asista de brazos cruzados a la actuación violenta de piquetes informativos, que no respetan ni a niños que intentan asistir al colegio, o silencie la negativa a comprender que no se puede demandar el derecho a la huelga y, simultáneamente, burlar los servicios mínimos que en determinados sectores deben cumplirse siempre.
Ha sido frecuente en España aducir que ciertas conductas violentas tan sólo se daban en otras sociedades y no en la nuestra, siendo Estados Unidos el ejemplo más citado entre aquellos grupos humanos en los cuales la violencia caracterizaba casi permanentemente sus relaciones sociales. Nuestros eruditos y especialistas señalaban satisfechos que en aquel país dominaba una especie de 'fascinación por la violencia' que difícilmente se infiltraría en sociedades más sedimentadas, cultas y tolerantes como solían calificar las del Viejo Continente.
Pero hete aquí con que esas sociedades, supuestamente tolerantes, se han revelado como el caldo de cultivo perfecto para todo tipo de violencias, malos modos y comportamientos autoritarios.
¿Cómo enjuiciar, si no, los comentarios hechos en un acto oficial y voz baja por un ministro a propósito de la inteligencia de un periodista que formula una pregunta molesta; las opiniones despreciativas de un dirigente político que no se resigna a retirarse sobre su sucesor expresadas en una reunión pública o los habituales cruces de vulgaridades a que nos tienen acostumbrados nuestros parlamentarios?
Seguro que para todos estos ejemplos de violencia citados -y para otro muchos que se han quedado en el tintero además, por supuesto, de la de carácter criminal- habrá quien sea capaz de encontrar una justificación, e incluso quien, por comulgar con otros tipos de doctrinas sociales o políticas, la considere inevitable en nuestras caducas sociedades.
Pero se me antoja imposible que las diversas manifestaciones que adopta hoy en día la violencia en la sociedad española, comenzando por la del terrorismo de ETA, sean ni justificables ni muchos menos legítimas. Pero de lo que sí estoy cierto es de que, cada día más, esta España de comienzos del siglo XXI parece alejarse del ideal de instituciones libres, servicio público eficaz, conciencia cívica al servicio de la sociedad que constituyen el esqueleto de una nación próspera que busca vivir en paz y progresar material y espiritualmente.
Desgraciadamente, somos lo que un brillante historiador contemporáneo calificó hace unos años como 'nación frustrada'; frustrada por los nacionalismos extremos, el racismo, la inmigración y el populismo, todos ellos magníficos caldos de cultivo para la violencia.