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Tribuna
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Las descalificaciones del Gobierno

Julián Ariza repasa las reacciones a la probable propuesta de huelga de los sindicatos. El autor critica los motivos políticos esgrimidos por el Gobierno, así como la intención de buscar dividendos electorales

El anuncio de una más que probable convocatoria de huelga por parte de CC OO y UGT ha desatado multitud de comentarios, caracterizados todos ellos por su ausencia de originalidad. Los sindicatos los tenían previstos, incluido el de que la huelga no obedecería a motivaciones de orden social y laboral, sino políticas. Desde el presidente del Gobierno, que ha hablado de esa supuesta intencionalidad, pasando por el secretario general del Partido Popular, cuyo mensaje es que no existe 'ningún motivo' y, por tanto, atribuye la iniciativa sindical a una presunta mano negra, la del PSOE, que estaba 'deseando que Aznar no terminase su mandato de ocho años sin sufrir una huelga general', y terminando por el portavoz de Economía del Grupo Popular en el Congreso, que aseguró que tras la amenaza de huelga general 'subyacen opiniones partidistas, y no los intereses de los trabajadores', el coro de voces apuntando a la descalificación de los sindicatos está en plena marcha.

No por previsible deja de ser inquietante que quienes en teoría debieran estar más interesados en dignificar la palabra política la utilicen una y otra vez como sinónimo de intenciones inconfesables. Suena a reminiscencias franquistas. Claro está que en este caso lo hacen para desviar la atención sobre el problema que representan unas reformas del despido y de las prestaciones por desempleo difíciles de justificar.

Pero hubiera sido más digno esgrimir razones más cercanas a la realidad. Por ejemplo, la del secretario general de Empleo, que no ha dudado en afirmar que la eliminación de los salarios de tramitación, esto es, los que deben pagarse desde el momento de un despido injusto hasta la declaración judicial de su improcedencia, obedece al propósito de 'eliminar una carga a las empresas'.

Cuando se saben los motivos reales que han llevado a plantear la idea de la huelga, se puede asegurar que la intención de los sindicatos no es otra que la de intentar persuadir al Gobierno de que retire su propuesta y abra un proceso de negociación sobre la demanda que hace ya tres años le hicieron en pro de una reforma del desempleo y de los servicios públicos de empleo, cuyo sentido, obvio es decirlo, sería mejorar el sistema y extender las prestaciones a parados carentes de protección y con especiales dificultades.

Habría que añadir que, al menos para quien esto escribe, negar esa presunta intencionalidad política no responde a reflejos defensivos. Todo lo contrario. Las reformas anunciadas no debieran tener sólo una contundente respuesta sindical y laboral sino una no menos contundente respuesta desde el campo político.

Precisamente porque, más incluso que un ahorro en las partidas del gasto en desempleo o la decisión de transferir rentas del trabajo a rentas del capital mediante la eliminación de los mencionados salarios de tramitación, el trasfondo de las medidas hay que inscribirlo en apriorismos ideológicos de la derecha española, que pueden afectar seriamente a algunos de los contenidos de la democracia.

Aunque desde áreas cercanas al Gobierno se alertara sobre los riesgos de que se rompiera el marco del diálogo y la concertación social, quizás para el resto de la legislatura, ha prevalecido la tesis de que el diálogo y la concertación son una rémora para el tipo de reformas que, según el Gobierno, han de acometerse. Desde esta óptica, por ejemplo, el no haber modificado el año pasado la normativa sobre negociación colectiva en aras de respetar el acuerdo entre patronal y sindicatos sobre los convenios de 2002, aparece como una concesión que ha provocado retrasos no deseables.

Piensa el Gobierno que sucedería lo mismo en el próximo futuro, tanto sobre ésta como sobre otras nuevas reformas, incluida la de una vuelta de tuerca en el abaratamiento de los despidos. No en vano el portavoz del Ministerio de Trabajo, en una reunión con los sindicatos, les comentó que carecía de sentido hacer una distinción entre los despidos improcedentes y los procedentes.

La cuestión para el Gobierno no es sólo sacudirse la rémora sindical. También lo es la percepción de que la estrategia para obtener buenos dividendos electorales pasa por un discurso de 'firmeza' en todos los terrenos, en el que encajarían, entre otras, las medidas aquí comentadas.

Con tal enfoque, presentar a los parados como potenciales vagos y defraudadores y a los inmigrantes como foco de delincuencia e inseguridad se considera que da votos. Obsérvese que desde hace un tiempo han desaparecido del discurso gubernamental las apelaciones al 'centrismo centrado' como guía en su toma de decisiones.

Asistimos, pues, a un cambio de escenario que desplaza más a la derecha la acción política del Gobierno, de la que la agresión a los asalariados y parados es sólo una de sus manifestaciones. Los sindicatos se disponen a actuar en la defensa de la parcela que les compete. Pero el problema tiene mayores dimensiones. De ahí que no sólo los sindicatos estén obligados a responder con contundencia.

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