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Columna
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Cinismo liberal

José María Zufiaur cuestiona el éxito de la Cumbre de Monterrey. El autor repasa la situación de los países más pobres y asegura que la falta de un compromiso por parte de los más ricos resta credibilidad a sus políticas

No sé cómo se puede sostener, como ha hecho el presidente Aznar, que la Conferencia Internacional sobre la Financiación del Desarrollo, celebrada la pasada semana en Monterrey, México, 'ha sido todo un éxito'. A tenor de sus resultados, más bien parece que fue todo un fracaso. Cuando en 1969 los países integrantes de Naciones Unidas acordaron el objetivo de destinar el 0,7% del PIB para ayudar a los países más pobres del planeta, los países más ricos destinaban el 0,48% de su producto nacional bruto a Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD); actualmente, ese porcentaje ha descendido al 0,22%. En la reciente Cumbre de Barcelona, y tras bastantes reticencias de algunos países miembros, entre ellos el nuestro, la UE acordó pasar del 0,33% al 0,39%, a más tardar en 2006.

Estados Unidos, por su parte, se ha dignado en Monterrey, a última hora, a que en 2004 su aportación pase del 0,10% actual al 0,15% de su PIB; es decir, un porcentaje inferior al que ya actualmente aportan Grecia y Portugal, los países europeos menos desarrollados. Un aumento, eso sí, condicionado por Bush a que los países receptores fomenten, con las ayudas que reciban, el capitalismo norteamericano.

Tampoco el objetivo marcado por Naciones Unidas hace dos años, en la llamada Declaración del Milenio, de reducir a la mitad la pobreza en el mundo de aquí a 2015 ha salido bien parado en Monterrey: para ello hubiera sido preciso doblar la ayuda al desarrollo que se ha comprometido. Eso sin tener en cuenta que la AOD no va siempre allá donde es más necesaria, sino a los países con los que los Estados donantes tienen mayores intereses comerciales.

Las inconcretas conclusiones de la conferencia de Monterrey apenas si van a poder mejorar una situación escandalosa: la cuarta parte de la humanidad vive en la pobreza más absoluta; la renta media de los 20 países más pobres es actualmente 37 veces inferior a la de los 20 países más ricos, una diferencia que se ha doblado desde 1960; los 1.300 millones de personas que viven en los países más pobres eran, en 1980, 22 veces más pobres, como media, que los norteamericanos: actualmente, son 86 veces más pobres; las tres personas más ricas del globo poseen una fortuna que sobrepasa el PIB acumulado de 600 millones de personas que malviven en los 48 países menos desarrollados.

Lo más escandaloso, sin embargo, es que tal situación es perfectamente remediable: el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y el Unicef estiman que una aportación anual de 80.000 millones de dólares, durante 10 años, permitiría garantizar a todos los seres humanos el acceso a la educación básica, al agua potable, a infraestructuras sanitarias, a la asistencia sanitaria de base y a una alimentación suficiente. 80.000 millones de dólares, que es la cuarta parte de lo que los países del tercer mundo reembolsan cada año a los países prestamistas en concepto de deuda externa, que es la mitad de la fortuna que poseen las cuatro personas más ricas del planeta, que representa el 8% de los gastos anuales por publicidad en el mundo.

Bajo el 'diktat' norteamericano, el 'consenso de Monterrey' se ha establecido por debajo de todos los mínimos esperables y sin haber dado respuesta a ninguna de las grandes cuestiones planteadas. Ninguna solución a la 'deuda eterna' -en los últimos 20 años los países pobres han reembolsado seis veces la deuda externa que mantenían en 1982, pero su deuda es actualmente casi cuatro veces superior a la de entonces-; decepcionante compromiso sobre el aumento de la AOD; silencio sobre la petición de que las ayudas al desarrollo se consideren donaciones a fondo perdido y no se realicen, en su mayor parte, en forma de créditos; ninguna respuesta tampoco sobre la demanda de que al menos el 20% de las ayudas vayan a satisfacer necesidades básicas de la población (actualmente, sólo el 7% de la ayuda va destinada a este fin); en lugar de poner fin al condicionamiento económico de las ayudas, la grosera posición estadounidense la ha reforzado; sólo retóricas invocaciones en favor de un comercio internacional más equitativo, mientras se practica el más duro proteccionismo por parte de EE UU o de Europa. Ni siquiera las recomendaciones de la Comisión Zedillo -creación de un Consejo mundial de Seguridad Económica, definir un conjunto de bienes públicos mundiales y crear una tasa internacional sobre las transacciones financieras-, comisión creada por el secretario general de Naciones Unidas para preparar la conferencia, han merecido la atención del cónclave en Monterrey.

Más que un éxito, la cumbre ha sido una oportunidad perdida. Ni se ha conseguido una gran coalición internacional contra la pobreza ni, como algunos habían anunciado, un nuevo Plan Marshall para el mundo (un plan que representó en aquellos años cuarenta el 3,5% del PIB americano). Aunque sólo fuera por egoísmo, el norte del mundo está interesado en condonar la deuda del tercer mundo y acabar con las expresiones más lacerantes de pobreza. A falta de un compromiso creíble de los países ricos con esos objetivos, su discurso sobre la democracia, los derechos humanos y la lucha contra el terrorismo puede no tener ninguna credibilidad, fuera y dentro del primer mundo.

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