El arte de morir
Después de dos siglos de huir la muerte, hace falta fomentar en nosotros el arte de morir'. Con esta sencillez, tan propia de su proteica, recia y admirable prosa, José Ortega y Gasset expresaba en un artículo de El Espectador (*) su arraigada creencia de que no puede definirse la vida sin la muerte. Según él, vivir es, en ese sentido, un desvivirse, y no debe -por lo mismo- triunfar la moral de la vida larga, a costa de ser una vita minima, como los biólogos la definen, sobre la moral de la vida alta.
Repasaba yo estas citas en la noche del lunes pasado, y meditaba hasta qué punto nuestro amigo José Ortega Spottorno aprendió las lecciones de su padre, pues ensayó con éxito ese arte de morir, pero desafió también sus conclusiones, demostrándonos a todos que la vida puede ser larga y alta a la vez, y grande en toda dimensión, sin que el prolongamiento físico de la existencia tenga necesariamente que dañar, antes bien todo lo contrario, la intensidad de nuestras emociones, y la hondura de nuestro pensamiento.
José vivió el heroísmo callado de quienes exponen cada día su vida en la consecución de metas casi inalcanzables, que poco o nada tienen que ver con el enriquecimiento material del individuo y están referenciadas, en cambio, al universo de los valores morales, las propias y profundas convicciones, y el deseo insobornable de servir a los demás.
Por razones obvias, traté mucho a José en el último cuarto del siglo pasado, gocé y padecí con él los avatares de la fundación de El País, y he convivido en fechas recientes con la lectura torrencial y apasionante de su libro Los Ortega, una biografía de su saga familiar cuya redacción le ayudó a mantenerse en pie y activo, lúcido en su dolor, cuando ya todos los médicos le habían desahuciado. No soy, desde luego, quien mejor le conocía de sus amigos y colaboradores, pero creo haberle entendido bien y, sobre todo, haber sido capaz de compartir con él sus preocupaciones sobre muchas cosas, que iban desde la fusión del mundo de la empresa con el de la literatura hasta su apuesta por la libertad, motor último de todas sus decisiones, incluso de las que pudieran parecernos, en su día, más equivocadas.
La lectura del manuscrito antedicho nos descubre muy a las claras que la gran pasión de José fue su familia, en la que la figura del padre lo llenaba todo. 'En todos los momentos importantes de mi vida, he sentido a mi padre dentro de ella', confiesa en el último párrafo de su postrer escrito, testamento y testimonio, a un tiempo, de la experiencia ajena asumida como propia.
No tuvo que ser fácil ejercer de hijo menor de Ortega y Gasset, y mucho menos administrar el gigantesco legado espiritual que dejó a la ciencia y a la literatura. Pero la rutilante figura del padre, por la que sintió una veneración y un respeto formidables, no empañaron su cariño hacia muchos otros de sus antepasados, algunos tan famosos como el bisabuelo Eduardo Gasset o el abuelo Ortega Munilla, vinculados como estaban a la historia de lo más granado del periodismo liberal español a través de El Imparcial.
Esa atención doméstica hacia los suyos, heredada y aprendida del ambiente familiar en el que se educó de niño, tuvo por lo demás su máxima expresión en el amor que profesó a su mujer, Simone, a sus tres hijos y a la saga interminable de Ortegas que les sucederán. Porque si algo caracterizó a José por encima de todas las cosas, de sus fortalezas y debilidades, de sus ensoñaciones y sus frustraciones, fue su bondad, virtud que ejerció con humilde disposición y que en ningún momento desmereció de su espíritu crítico, adobado, por cierto, de un sentido del humor y de la ironía muy poco frecuente entre los españoles. Eso explica que al año de salir nuestro periódico, y en medio de los elogios consabidos y de las felicitaciones rituales, se me quejara de lo que le parecía el tono agrio de muchas de sus páginas y de lo que denominaba una falta de alegría, que le resultaba realmente extraña, sin duda porque él fue cualquier cosa menos taciturno, y porque hacía gala de una risueña ingenuidad de la que sólo pueden presumir los hombres buenos, en el machadiano buen sentido de la palabra. Esa su bonhomía natural confundió a muchos, pues no supieron prever que era compatible con la firmeza de espíritu y la reciedumbre de actitud que exhibió cuando se vio en la necesidad de defender la independencia del diario que fundó, al que consideró hasta su muerte como uno de los puntales de la construcción y estabilidad de la democracia en España.
Después de la familia, la devoción por el periodismo y por la literatura destacaron como ninguna otra en su aventura vital. Tenía un cabal concepto de nuestra profesión, aunque se lamentaba secretamente de haber llegado tarde a ella, y de haberlo hecho desde sus capacidades de emprendedor antes que desde la excelencia en la escritura que tanto se esforzó, y con tanto empeño, en obtener en el declive de su tiempo. Lector incansable y atento, halló al fin la felicidad inenarrable que todo autor experimenta en el acto creativo, al que enriqueció con su reconocida experiencia como editor. Se convirtió así en un intelectual singular y atípico, tan interesado en el contenido de los libros que, con su firma, enviaba a la imprenta como en las características formales de su publicación, que siempre analizó en detalle. Tuvo, pues, personal y profesionalmente, una vida llena, envidiable, de la que supo disfrutar con la moderación y el buen gusto que le caracterizaban, y logró mantenerse sereno hasta los ultimísimos días de su existencia, haciendo buena la profética recomendación de su progenitor.
Uno de los cuadros más celebrados, y más visitados, del Museo del Prado es El Triunfo de la Muerte, de Pieter Brueghel, el Viejo. En esa joya del arte del XVI, la muerte se presiente como una dama terrible y victoriosa, fruto inequívoco e inevitable del pecado, señora del dolor y de la desesperanza. Lejos de ser la ausencia de vida, la cesación orgánica de la misma, la consecuencia natural de la existencia, la muerte es para el pintor, como para la mayoría de sus coetáneos, un castigo antes que un tránsito, una oprobiosa condena de la que sólo la gracia de la resurrección puede redimirnos.
Pero la muerte es también, a los ojos de todo ser racional, creyente o no en la otra vida, el eje de cualquier meditación sobre el ser humano. De modo que en torno a ella se ha edificado lo esencial de la historia del pensamiento y la filosofía, pero también la peripecia personal de cada uno de nosotros. De nuestra respuesta interior, casi siempre secreta, a la interrogación sobre nuestra propia muerte, de nuestra indagación sobre el lado oscuro del ser, depende, en gran medida, el destino de nuestra existencia. En palabras de un muy querido amigo de José, Ferrater Mora, somos reales porque somos mortales, y porque somos esto último, habría que añadir, somos capaces igualmente de dar un sentido a nuestra vida. Algo de lo que, estoy seguro, José se mostraba muy consciente, y que tuvo que servirle de acicate y sostén a la hora de consumir sus días en la prédica de la libertad, en su conquista y apología, pese a las enormes dificultades, renuncias y sinsabores que esa postura le ocasionó.
'Seamos poetas de la existencia que saben hallar a su vida la rima exacta en una muerte inspirada', reclamaba Ortega y Gasset en sus Notas del vago estío. Albacea puntilloso de su herencia espiritual, José Ortega Spottorno ha consumado el ejemplo de su buen vivir con la elegancia en el morir que sólo muestran los elegidos. Frente al triunfo de la parca, frente a la muerte como destrucción y olvido, su entera existencia nos alerta de esa otra visión mágica de un más allá que está precisamente aquí, en todos nosotros, en el recuerdo inmarcesible y firme, en la palabra dada, el cariño al resguardo, la propia soledad de nuestro aliento, y la esperanza... en la memoria, al fin, del ser querido, en cuya muerte están todas las muertes y en cuya despedida, citando a Octavio Paz, podemos repetirnos, repetirle a él, a modo de homenaje:
(José)
Has muerto (...)/
en el ardiente amanecer del mundo./
Has muerto cuando apenas/
tu mundo, nuestro mundo, amanecía./
Has muerto entre los tuyos, por los tuyos./
Gracias por tanta, tan incansable generosidad como supiste derramar sobre nosotros.