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Columna
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Vuelta a las alcaldadas

Tras un congreso que les ha salido de cine, ebrios de satisfacción e impulsados por su inmensa generosidad, nuestros admirables amigos del Partido Popular han lanzado la propuesta de un nuevo pacto del poder local, que servirá de señuelo para tener entretenidos durante los próximos meses a los del PSOE y volver en su momento a dársela con queso a Zapatero y asociados.

Ahí están los antecedentes del pacto por las libertades y contra el terrorismo, una idea de los socialistas que fue ridiculizada por los populares antes de apropiársela para sus exclusivos fines. O el célebre Pacto de la Justicia, que dejó fuera asuntos tan relevantes como el de la Fiscalía General del Estado, que sirvió para excluir del Consejo General del Poder Judicial a los nacionalistas, que indujo al chalaneo para incorporar como vocales a gentes de perfil desaconsejable y que ha dejado de ser aplicado por la mayoría afín al Partido Popular para ir al copo en la provisión de vacantes del Tribunal Supremo.

Y encima, cuando esta actitud levanta alguna dulce objeción de los pasmados socialistas, la réplica gubernamental es la de que sus interlocutores de la oposición no saben perder, con el añadido pedagógico de que el mecanismo de la mayoría es el más democrático y objetarlo indica inmadurez para el ejercicio de mayores responsabilidades.

Así que, en seguida, con el apoyo instantáneo de la siempre bien dispuesta orquesta periodística del Gobierno, hemos descubierto la necesidad inaplazable del Pacto Local. La idea de los del Partido Popular es que las comunidades autónomas, siempre reivindicativas de que se les transfieran nuevas competencias, empiecen a probar de su propia medicina. Es decir, que se abra un proceso de transferencias de manera que las comunidades autónomas se vean privadas de atribuciones y de recursos económicos a favor de los ayuntamientos.

Todo vendrá envuelto en la invocación del sacrosanto principio de la subsidiariedad, de tanta raigambre entre las huestes demócratas cristianas, y que fue incrustado como parte de la doctrina europea en el Tratado de Maastricht o por ahí.

Debemos prepararnos para familiarizarnos con el estribillo según el cual la cercanía del poder le otorga un creciente carácter benéfico.

En unos días acabaremos repitiendo como autómatas que sólo lo que sea imposible emprender por los poderes más próximos debe ser asumido por los más distantes.

Pero, queridos lectores que hayáis llegado hasta aquí, el truco consiste en observar quién se reserva dictar las definiciones. En particular, dónde reside la capacidad de estimar benéfico o imposible un determinado proceder.

Convendría que los socialistas caídos del guindo advirtieran que el Pacto Local será para ellos un verdadero saqueo porque, incluso en las comunidades autónomas que gobiernan, las alcaldías han ido a parar al Partido Popular.

Pero más allá de estas comprobaciones prácticas, se impone también alguna reflexión en un ámbito más amplio, como el de la ley de la gravitación universal.

Es el momento de acudir a los datos de la más elemental experiencia para impugnar la mencionada subsidiariedad y repasar cómo se verificó el paso de la antigua condición de súbditos a la de verdaderos ciudadanos y exaltar las glorias de la tantas veces denostada burocracia, basada en los principios de igualdad ante la ley y en la eliminación de los ventajismos caciquiles y estamentales.

Cada uno sabe bien cómo la degeneración es muchas veces directamente proporcional a la cercanía de los poderes y todos hemos podido apreciar la diferencia entre un poder que, ejercido a cierta distancia, tiende a tratar a todos por igual respecto a ese otro que superpuesto como mero refuerzo a fuerzas vivas locales se convierte en un instrumento perverso que deja a los de a pie sin amparo alguno.

Cualquier vecino de una localidad mediana o pequeña sabe que si carece de afinidad con el alcalde le resulta más fácil acceder a la documentación urbanística de carácter público en la capital autonómica que en su propio ayuntamiento.

Se instala la opacidad informativa y al socaire de ella se favorece la maniobrabilidad interesada a favor de los adictos. El urbanismo se convierte en el recurso fundamental y aquella consigna revolucionaria de 'la tierra para el que la trabaja' se transforma en otra mucho más expeditiva de 'la tierra para el que la recalifica'.

Por ejemplo, los pequeños ayuntamientos alegan la falta de medios económicos para contratar de manera retribuida como técnicos municipales a arquitectos e ingenieros y, a falta de sueldo, se entiende que ya espabilarán para encontrar pingües compensaciones recibiendo encargos de quienes hayan de promover construcciones en el término municipal, lo que debería ser de absoluta incompatibilidad.

Que el poder se ejerza a una cierta distancia tiene consecuencias democráticas y liberadoras, mientras que cuando se impregna de vecindad asfixiante acaba en abusos esclavizantes.

Resulta por eso esclarecedor el examen de un término de la mejor literatura política como el de alcaldada. El Diccionario de la Real Academia recoge tres acepciones de esta palabra. Según la primera, alcaldada es la acción imprudente o inconsiderada que ejecuta un alcalde abusando de la autoridad que ejerce. La segunda, por extensión, dice que es una acción semejante ejecutada por cualquier persona afectando autoridad o abusando de la que tenga. Para la tercera, se entiende como dicho o sentencia necia que se usa especialmente con los verbos dar y meter.

La geografía española está llena de ejemplos de alcaldadas célebres, casi sin excepción impunes y premiadas con la perennidad de sus autores al frente de los municipios correspondientes. ¿Estaremos en vísperas de otra gran piñata?

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