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Columna
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Islam, economía y libertad

Entre Occidente y el conjunto de los países musulmanes existe, históricamente, un acusado desconocimiento y recelo mutuo, acentuado este último tras los trágicos atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington.

No hay peor consejero para descubrir la verdad del otro que dejarse arrastrar por los tópicos construidos y usados desde siglos atrás. Así, para muchos occidentales, la sociedad musulmana está fanatizada por su religión, se quedó anclada en el pasado, no respeta los derechos humanos ni los de la mujer, mientras que para muchos musulmanes, especialmente para los crecientes sectores islamistas, Occidente es un prepotente e irrespetuoso colonizador, sin valores morales, exclusivamente movido por el afán material, imperialista y de enriquecimiento, en franca decadencia moral por sus relajadas costumbres.

Como podemos apreciar, son dos visiones absolutamente contrapuestas en dos sociedades que además tienen muy buena opinión de sí mismas; los occidentales estamos orgullosos de nuestras democracias, de nuestro bienestar económico y social y de nuestro supuesto respeto a los derechos humanos, mientras que los musulmanes están orgullosos de su cultura y de su historia, de sus valores, que consideran más elevados que el ramplón materialismo occidental.

Occidente presume de su capacidad de avance tanto social como científico y económico, producido tras la separación del Estado de la Iglesia, mientras que cierto fatalismo musulmán considera que el único motivo de su retraso es el científico y tecnológico, responsabilizando al colonialismo occidental de principios del siglo XX de ese periodo perdido.

Pues así estamos, desconociéndonos mutuamente y teniendo que convivir -y a veces, desgraciadamente, teniendo que guerrear-, sin pararnos a reflexionar qué otras vías podríamos abrir de entendimiento entre dos mundos vecinos, vueltos de espaldas, a pesar de estar separados simplemente por líneas de frontera o por el Mediterráneo.

El mundo musulmán está compuesto por unos 1.300 millones de personas, con una alta tasa demográfica, que contrasta con la debilísima natalidad occidental y europea. Así, si hasta mediados del siglo XX, dos terceras parte de la población mediterránea vivía en su orilla norte, en pocos años se invertirá esa relación, y sólo un tercio vivirá en esa orilla norte, mientras que los dos tercios restantes lo harán en la sur.

Esta desproporción poblacional generará inestabilidad para el futuro, toda vez que el norte envejece, mientras que el sur es joven y el diferencial de renta se incrementa.

Las actuales tensiones inmigratorias son un anticipo de las futuras y crecientes presiones. Además los musulmanes componen una potencial masa de consumidores que, en caso de desarrollo, supondrían una importantísima bolsa de consumo que animaría la producción de las industrias que abastecen a los saturados mercados occidentales, al tiempo que incorporarían sus recursos y riquezas a los circuitos comerciales internacionales.

Es evidente que tanto al mundo musulmán como a Occidente nos interesa su desarrollo, tanto por las razones geoestratégicas expuestas como por las razones económicas; su desarrollo ayudará al nuestro. Pero, ¿có-mo hacerlo?

Resulta evidente, y esto no es opinión, es simple constatación de la realidad, que hasta el siglo XV el mundo musulmán mantuvo una pujante civilización, que consiguió grandes avances en matemáticas, astronomía, medicina, poesía y filosofía; todo el acervo del pensamiento griego pasa a Occidente a través de las traducciones de textos árabes, realizados en las escuelas de copistas y traductores españolas.

Sin embargo, desde entonces, el desarrollo occidental comenzó a destacarse sobre el del mundo musulmán, que comenzó una acusada decadencia. Tal fue la desproporción entre los crecimientos, que a finales del siglo XIX, y hasta mediados del siglo XX, el mundo musulmán es colonizado por las potencias coloniales occidentales, una auténtica afrenta para sus orgullosas sociedades.

Pero para que un proceso de colonización se lleve a cabo, según leo en el libro que detallo a continuación, es necesario, además de un colonizador, que existan naciones colonizables, es decir débiles y desestructuradas, como lo estaban, tras su decadencia, las musulmanas.

He leído con sumo interés el excelente libro, publicado por la editorial Almed, Islam y libertad, del tunecino Mohamed Charfi, y debo recomendar su lectura a todo aquel que desee profundizar en el conocimiento del actual mundo musulmán y sus importantes debates internos.

Charfi simboliza el espíritu de reforma de las sociedades islámicas, afirmando que el islam no es incompatible con la modernidad, como se demuestra en los avances conseguidos con duros esfuerzos en Túnez o en Turquía.

Mohamed Charfi, como otros tantos ilustrados reformistas musulmanes, critica con extrema dureza a los fanáticos movimientos integristas, que quieren devolver a sus países a la Edad Media, y que parecen tener dos únicos enemigos, Occidente y la mujer.

El mundo musulmán tiene que desarrollarse por sí mismo, por el avance de las propias ideas reformadoras que alberga en su seno. Para ello es necesario ayudarles en su desarrollo económico, para favorecer la aparición de clase media, aunque la máxima responsabilidad la tienen sus Gobiernos y dirigentes.

Occidente no debe echar más leña al fuego, despreciando su cultura, o culpando a cualquier musulmán de integrista religioso o sospechoso de terrorismo. Si así lo hacemos, estaremos ayudando a la barbarie integrista a conseguir nuevos adeptos dentro de la actual y atormentada sociedad musulmana.

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