<i>La hora del euro</i>
La convergencia hacia un nivel común europeo llevará a un alza de precios en los países de renta más baja.
Dentro de unos días el euro habrá dejado la vida virtual que ha venido arrastrando en estos últimos tres años para iniciar la vida real que supone estar por fin en los bolsillos de los ciudadanos de los países de la unión monetaria. De hecho desde el sábado se pueden adquirir ya en las entidades bancarias los euromonederos. Habrá llegado la hora de ver cómo se resuelven dos interrogantes.
En primer lugar, si al ser el euro ya moneda real termina su decepcionante comportamiento frente al dólar; después, qué efectos pueden derivarse de las importantes diferencias en los niveles de precios entre los países puestas ahora de manifiesto y la inevitable convergencia que traerán consigo.
La debilidad del euro preocupa por un motivo estructural. Se corre el riesgo de que el sueño monetario europeo se convierta en pesadilla. La importante y persistente pérdida de valor del euro ha venido recibiendo hasta ahora varias explicaciones que se podrían resumir diciendo que Europa goza de mejor salud que su moneda. Pero como se ve, no se han aplicado remedios eficaces y curiosamente su próxima puesta de largo se está preparando en medio de la indiferencia de los responsables políticos, como si la defensa de un euro fuerte, tan preconizado antes como elemento de estabilidad, hubiera dado paso a una autocomplacencia ante la morosidad económica global que se avecina.
Hay que mencionar, como excepción, al canciller alemán Gerhard Schröder cuando sostenía recientemente que el euro "tiene un considerable potencial de apreciación", declaración un tanto chocante, pues no hace mucho también decía que "la debilidad del euro era más motivo de satisfacción que de inquietud".
Pero los mercados, que a la larga acaban acertando en sus juicios, no se dejan llevar por las cacareadas declaraciones sobre los buenos fundamentos económicos de la zona, sino que centran su atención sobre los del país que se ha erigido en paradigma del rigor que los demás socios debían seguir: Alemania.
Alemania avanza cada vez más en el plano de la política internacional (como se está viendo después del 11 de septiembre), pero retrocede en el económico. Ha dejado de ser la locomotora que arrastraba el tren de la economía europea para convertirse en su vagón de cola. La reunificación alemana ha acrecentado su papel político, pero las gigantescas transferencias a la Alemania del Este (1.000 millardos de euros desde 1990, mayormente al consumo) han sido un lastre para su economía y han debilitado a Europa y a su moneda.
Los males de la reunificación no bastan por sí solos para explicar la enfermedad alemana. También contribuye a ello la lentitud de las reformas estructurales en campos como la fiscalidad, los Presupuestos del Estado y la Seguridad Social (particularmente las pensiones), que avanzan a la velocidad de una tortuga bicentenaria, por no hablar de la flexibilidad del mercado de trabajo que no progresa en absoluto.
Hay dos razones que podrían explicar este inmovilismo: un excesivo corporativismo que hace que los cambios no respondan jamás a las necesidades del mercado, sino a las preferencias de los sindicatos, tanto patronales como de los trabajadores y de los funcionarios. Hay que añadir una cierta autosatisfacción de los alemanes, persuadidos de su superioridad por los éxitos económicos del pasado y que se olvidan de medirse con sus competidores hasta que es demasiado tarde.
Los efectos negativos de esta situación podría paliarse si los mercados creyesen que los Gobiernos de la UE están unidos detrás de la política que favorece la productividad y el crecimiento. Como lamentablemente se echa en falta todavía un verdadero proyecto europeo, pues siguen preponderando los estrechos intereses nacionales, no cabe esperar una pronta y duradera recuperación del euro que ayudaría a minorar las tensiones inflacionistas.
Hay que contar, por el contrario, por una subida de precios selectiva cuando su próxima expresión en euros ponga de manifiesto importantes diferencias en su nivel entre los distintos países. La convergencia hacia un nivel común llevará a un alza de precios en los países de renta y precios más bajos, entre ellos España, para algunos artículos y la mayoría de los servicios que tenderán a subir durante algún tiempo más que en el conjunto de la zona.
Va a persistir el deterioro de la competitividad con la zona, cuyos efectos acumulativos acabarán frenando, si no hace negativa, la aportación del sector exterior que se precisa para superar en el medio plazo, como es obligado, el ritmo de crecimiento de la zona.
En estos tiempos de moneda única ya no se puede recuperar el margen de competitividad perdido con la consabida manipulación monetaria, que era eficaz de inmediato, pero con efectos secundarios perniciosos muy importantes. Quedan otras cartas que jugar con las que se puede conseguir el mismo objetivo de forma inocua y con efectos más duraderos.
La mejora de la competitividad depende de varios factores, entre los que destaca la eficiencia del sistema, que en la economía española, y medido por la productividad, deja mucho que desear. Y en este mundo que cambia rápidamente la eficiencia de la economía depende en parte de la eficiencia de las Administraciones públicas, algo tan importante, pero mucho más difícil de conseguir que el equilibrio de sus cuentas, que se puede alcanzar aumentando los impuestos, cosa muy de actualidad.
Esa mayor eficiencia de los servicios públicos en su infinita variedad es, sin embargo, posible. Basta con hacer menos cosas, pero hacerlas mejor. Entre ellas, por ejemplo, que la justicia y la sanidad funcionen correcta y puntualmente; que las ciudades sean seguras las 24 horas del día, y quizá la educación en su más amplio sentido debe estar entre las primeras. Aquí los avances requieren mucho tiempo.
El capital intelectual de un país, base de su prosperidad, no se improvisa fácilmente.