<I>Al borde del abismo</I>
Cuando el acuerdo de Bonn abre una puerta a la esperanza sobre el futuro de Afganistán, el eterno conflicto entre israelíes y palestinos amenaza con sumir a la región en un nuevo enfrentamiento bélico de imprevisibles consecuencias para la paz mundial. Las acciones de uno, Ariel Sharon, y las omisiones de otro, Yasir Arafat, han elevado la tensión en la zona hasta alcanzar niveles prebélicos. Los dramáticos atentados terroristas del pasado domingo han proporcionado al actual primer ministro israelí la excusa para culminar una tarea que consideraba pendiente desde que, como ministro de Defensa, organizara la invasión del Líbano en 1982: la eliminación -esperemos que sólo política- de la Autoridad Nacional Palestina y de su presidente. Por su parte, Arafat, con su política de medias tintas hacia los terroristas de Hamás y la Jihad Islámica, ha propiciado una situación a la medida de las aspiraciones de los halcones de Israel.
Hace unas semanas escuchaba en el Club de Prensa de Washington a Simón Peres definir la situación palestina con estas palabras: "En Israel, hay muchas voces, pero una sola pistola. En el otro lado, hay muchas pistolas, pero una sola voz". Y, desgraciadamente en el caso de Arafat, una voz que quiere contentar a demasiados. El resultado está a la vista. El rais se encuentra en una soledad clamorosa, hasta el punto de que no consigue que se le pongan al teléfono ninguno de los líderes occidentales. El macabro espectáculo de trozos humanos saltando por los aires como consecuencia de las explosiones de los hombres-bomba ha hecho olvidar la ocupación de Palestina y las humillaciones a las que el Ejército israelí somete a diario a la población palestina.
Sharon se ha aprovechado de la situación y ha tratado de afganistizar el momento. Ha utilizado en EE UU el mismo lenguaje que usa Bush para combatir a los talibanes y a Osama Bin Laden. "Todo el que aloja en su territorio a un terrorista, es un terrorista", dice Bush. Si la autoridad palestina permite las actividades de Hamás y la Jihad en su jurisdicción, Israel tiene el mismo derecho de autodefensa que EE UU. El peligro es que, de un conflicto localizado se pase a la arabización del problema con un enfrentamiento generalizado entre el mundo árabe e Israel. Sería catastrófico, por ejemplo, que Egipto y Jordania denunciaran sus respectivos tratados de paz con Israel.
Arafat tiene una última oportunidad para demostrar ante el mundo su liderazgo. Si no actúa ahora con contundencia y pone a buen recaudo a los líderes extremistas que atentan, estará dando la razón a los Sharon que le descartan como interlocutor palestino. Por su parte, EE UU y Europa tienen la obligación, por su propio interés, de parar en seco los pies al belicoso primer ministro israelí y recordarle que no será posible la paz si los palestinos no cuentan con un Estado propio. El drama es que el terrorismo palestino no sólo ha segado vidas inocentes judías, sino que también ha destrozado al laborismo y al movimiento pacifista israelíes. Los laboristas no se atreven a abandonar la actual coalición gobernante porque saben que unas nuevas elecciones producirían, con la crispación actual, un Gobierno todavía más radical que el actual, posiblemente encabezado por el némesis de Sharon, Benjamín Netanyahu, que acaba de abogar por un nuevo destierro de Arafat a Túnez.