<I>Sintel, solucionar un desaguisado político </I>
Poca fiabilidad merece la forma de llevar a buen puerto una indicación del Congreso si se mantienen esas extrañas reuniones en las que un ministerio hace de mediador ante otro.
No es una empresa que esté en crisis por causas objetivas. Su actividad en el sector de la telefonía no está en declive, sino en expansión, su tecnología de grado medio es la adecuada para competir en el segmento en que se mueve y su plantilla era la justa para atender su volumen de producción en España y en América Latina. A su delicada situación no ha llegado por obsolescencia, ya que se esforzaron en adecuarse a los cambios en el sector hasta convertirse en la primera empresa que ofrecía los proyectos llave en mano, incluyendo la ingeniería, el tendido de redes y líneas, la instalación de los equipos, las pruebas y la entrega al usuario, tanto en telefonía fija como móvil.
Sus trabajadores, principal activo por su alto nivel de cualificación y disposición al reciclaje para formarse en los nuevos campos a los que tenía que abrirse la compañía, tampoco se cerraron a negociar sucesivos ajustes en la medida que las innovaciones los requerían para mejorar la productividad, a la par que se incorporaba más valor añadido tecnológico. Así se pasó de 3.700 empleados en 40 provincias a 3.000 en 1993 y a 2.700 dos años más tarde.
Fue una decisión política, y no el mercado, la causa desencadenante de su declive. Porque la venta de Sintel a la familia Mas Canosa inmediatamente después de las elecciones generales de 1996, en el intervalo que medió entre la salida del último Gobierno del PSOE, en funciones, y la toma de posesión del primero de Aznar, no obedeció a razones industriales o de estrategia empresarial de Telefónica que se hayan explicado mínimamente. Todo apunta a indicaciones políticas concertadas entre ambos Gobiernos que terminaron superponiéndose a la dirección empresarial de aquellos momentos en los que el grupo Telefónica todavía era de ti-tularidad pública de manera determinante. Y a raíz de tal decisión empezó el calvario de Sintel.
Apenas había transcurrido un año desde que Mas Canosa se hizo con la propiedad de la empresa cuando se presentó un primer expediente para la extinción de 1.411 empleos, que las autoridades laborales dejaron en 340; en 1999 presentaron otro que pretendía eliminar a 633, y así uno tras otro hasta que en diciembre del pasado año provocó la instalación del Campamento de la Esperanza en la Castellana, frente al Ministerio de Ciencia y Tecnología. Sin embargo, los informes de la Inspección Central de Trabajo señalaron con rotunda claridad que el deterioro de la empresa se debía: "... a una mala gestión empresarial que había adoptado decisiones claramente perjudiciales", por lo que desaconsejaba la aprobación de los expedientes de regulación de empleo.
No deja de ser revelador del trasfondo político de todo este entuerto que los herederos de Mas Canosa se hayan quedado con las filiales que la empresa tiene en ocho países latinoamericanos -y con los consiguientes mercados- tras vender las españolas por un precio simbólico a uno de los gerentes.
Ahora se ha promovido el último y definitivo expediente para la liquidación definitiva de la plantilla, sobre el que debe decidir el Ministerio de Trabajo, al tiempo que aparece de mediador (¿?) en las reuniones entre representantes de los sindicatos y del Ministerio de Ciencia y Tecnología.
Mañana se celebra la tercera de estas reuniones, convocadas supuestamente para cumplir con el mandato aprobado unánimemente en el Parlamento el 17 de abril por el que se instaba al Gobierno a buscar una solución efectiva al problema de Sintel que mantuviese el mayor empleo posible. Mala manera de cumplir con la indicación del Congreso si no se empieza por desestimar el expediente de extinción de los contratos de trabajo, y poca fiabilidad merece la forma de llevarlo a buen puerto si se mantienen esas extrañas reuniones en las que un ministerio hace de mediador ante otro del mismo Gobierno.
La mediación política que ahora se demanda del Gobierno es para dar soluciones que permitan reflotar la empresa con un socio industrial o con la absorción por Telefónica. Una intervención, en todo caso, más legitimada que la que en su día determinó la venta y posterior descapitalización de Sintel. En esa dirección debería emplearse a fondo el Gobierno, porque limitarse a marear la perdiz mientras se va pudriendo el problema no va a diluir sus responsabilidades, y menos aún conseguirá socavar el tesón de los acampados en la defensa de sus empleos.