<I>Sobre la retención tributaria a los consejeros </I>
Jorge Palacio Revuelta analiza los pros y los contras de la sentencia del Tribunal Supremo que anula la retención del 40% de los ingresos percibidos por los miembros de los consejos de administración.
La noticia, publicada en este diario, de que el Tribunal Supremo ha anulado la retención del 40% para las percepciones de los miembros de los consejos de administración ha suscitado gran número de comentarios negativos y aprobatorios entre los expertos fiscales, pero también entre los profanos en la materia.
Justificadamente, porque el asunto debatido es muy complejo y se entrecruzan argumentos, a favor y en contra de la sentencia, de distinta naturaleza y con buen fundamento muchos de ellos.
En contra, se diría que el Gobierno ha hecho uso bastante correcto de su potestad y que ha estimado, porque puede y ha de hacerlo, este tipo como el más adecuado para estos casos, ante lo cual, en un Estado en el que existe la división de poderes, los tribunales no tienen mucho que decir. Y que si el tribunal, por supremo que sea, considera que se trata de un tipo muy elevado, su criterio no debe en ningún caso prevalecer, porque no se ha cometido ninguna irregularidad grave en el proceso de elaboración del reglamento.
Que no se ha señalado motivación alguna, no constituye, al decir de los críticos, ningún fallo sustancial, de manera que, en términos castizos, el tribunal ha rizado el rizo buscando pretextos para echar abajo el Reglamento del IRPF en esta materia.
A falta de un examen más profundo y meditado de la sentencia, destaca, en efecto, el hecho de la sensibilidad del Supremo ante el alto tipo de retención establecido en el reglamento para estos perceptores, de manera que parece claro que es éste en realidad el factor que ha motivado la decisión de los jueces. Significativamente, se señala la duplicación, desde 1981, del tipo de retención para estos casos (que era del 20% en dicha fecha), de modo que, en términos más claros, se viene a decir que el aumento registrado en el tipo exige algo más que el ucase gubernamental.
Evidentemente, hay consejeros que perciben retribuciones muy elevadas y cuyo tipo marginal está en el 48% (con lo cual, desde el punto de vista estrictamente económico, el tipo podría ser adecuado), pero existen otros ca-sos en los que no se da esta circunstancia (y no hay que olvidar que se trata de impuesto personal y directo).
Ahora bien, ¿sería el criterio del tribunal el mismo si se hubiera fijado el tipo en, por ejemplo, el 26%, tipo que seguiría excediendo el tipo general de retención?
Quizá no, luego no se trata, entonces, de una extralimitación de fondo del Gobierno, sino cuantitativa.
¿Debe, entonces, el tribunal fijar el límite cuantitativo para los tipos de retención?
Evidentemente no, pues no le corresponde suplantar al poder ejecutivo, fijando por su cuenta tipos distintos a los establecidos reglamentariamente (por cierto, que el Gobierno tiene que apresurarse a fijar nuevos tipos, pues el tribunal ha creado ahora un vacío que ha de ser llenado necesariamente por aquél).
A favor de la sentencia se diría que, por las mismas razones invocadas por los adversarios de la misma, en el sentido de velar por la pureza democrática de la actuación del Gobierno, éste no puede actuar con plena arbitrariedad, sino que ha de hacerlo con limitaciones adicionales impuestas por la justificación de todas sus decisiones (por ejemplo, a través de estudios económicos que demostrasen fehacientemente que todos los consejeros tributan marginalmente al 48%), o, de lo contrario, podría incluso incurrir, casi, en abu-so de poder, lo que, en términos fiscales, podría rozar la inconstitucionalidad si se entendiese que los tipos elevados pudieran ser confis-catorios.
No constituye el objeto de este artículo pronunciarnos a favor o en contra de la sentencia, sino indicar que se está ante un asunto extremadamente delicado. Y que requiere mucha reflexión y buen juicio, ya que, en efecto, desde el punto de vista de la jerarquía de las normas, el Gobierno tiene, a través del ejercicio de la potestad reglamentaria, la facultad de fijar discrecionalmente los porcentajes de retención, de manera que, en principio, parecería que dicha decisión es inatacable. Sin embargo, la evolución del derecho tributario (modulada por los tribunales) en los últimos años viene extremando las medidas protectoras de los contribuyentes en el sentido de que, independientemente del cumplimiento de los requisitos formales en la elaboración de los reglamentos, el Gobierno ha de ir más allá y justificar explícita y sobradamente la necesidad de establecer los tipos que finalmente quedan impresos en el BOE.
El Gobierno debería asumir en todas sus consecuencias la evolución que está experimentando el derecho tributario. En éste, cada vez más cuanto más democrático es el Estado, se manifiestan extraordinariamente las contradicciones (que, sin duda, existen) entre los derechos de la Hacienda pública y los de los ciudadanos, lo que ha de conducir a extremar sus cuidados en el proceso de la elaboración de sus normas y a intensificar el rigor en la preparación de las mismas.
La reforma de la Ley General Tributaria constituye una oportunidad idónea para intentar resolver satisfactoriamente, para el sujeto activo y para los pasivos, este espinoso y complejo asunto.