<I>El consumo de vacuno se ha democratizado</I>
La producción en España de elaborados para alimentar el ganado, como las harinas animales, casi se ha duplicado en siete años.
Un problema esencial en el estudio de la evolución del consumo es el de la homogeneidad de los bienes o servicios que hemos de com-parar, cuestión aparentemente banal, pero que tiene toda la complejidad que rodea la medición de la calidad. Muchos son los ejemplos que se podrían poner. Decimos que la propiedad de vivienda, que en España afecta al 81% de los hogares, es una inversión y, por ejemplo, el sufrido propietario de una vivienda diminuta radicada en un barrio marginal ha pasado a engrosar, tan orgulloso y sin rechistar, una relación de contribuyentes por riqueza urbana que se inspira en los principios revolucionarios que llevaron a la formación de catastros para hacer contribuir a las clases poderosas. El comprador de un automóvil corriente paga un exagerado impuesto de lujo, al que se añadirá el también exagerado impuesto sobre combustibles, el de circulación de vehículos, etcétera, por un bien tan poco ostentoso que hoy día es poseído nada menos que por el 70% de los hogares españoles.
Cualquiera que se pare a pensar en la naturaleza de la propiedad urbana en el siglo XVIII o en lo que significaba tener automóvil en 1950 convendrá en que sus equivalentes actuales tienen poco que ver con aquéllos. Y algo parecido cabría decir sobre algunos productos alimenticios.
Dejando de lado situaciones como las de la colza, en que unos desaprensivos adulteraron el aceite para hacerlo, desgracia-damente, asequible para residentes en barrios obreros, se observan importantes cambios en las dietas de las familias modestas, que llevan a la extensión, de-mo-c-ratización podríamos decir, de determinados consumos. Pero esta igualación del consumo de ciertos ali-men-tos suele encubrir cambios de calidad que restan ho-mo-geneidad a las compara-cio-nes temporales. Algo así insinuó la ministra de Sanidad al aconsejar la compra en establecimientos de garantía.
Centrándonos en el consumo de carne de vaca, y siempre a través de las encuestas de presupuestos familiares del INE, observamos que las enormes diferencias que había en 1981 entre los 14,8 kilogramos de consumo anual por persona en la categoría socioeconómica más alta (familias de empresarios con asalariados y profesionales liberales) y los 4,5 kilogramos por persona y año en la categoría más modesta (familias de asalariados agrarios), en el breve periodo que transcurre hasta 1991 se acorta hasta 11,2 kilogramos y 7,7 kilogramos en ambas categorías, respectivamente.
Esta reducción de diferencias en el consumo de carne de vaca, por el doble juego de la disminución del consumo de los más ricos y el aumento de los más pobres, se observa en todas las variables y, por ejemplo, los 5,8 kilogramos de diferencia por persona y año entre quienes residían en 1981 en municipios mayores de 500.000 habitantes o en municipios de menos de 10.000 se acortan a 3,4 kilogramos en 1991 y a 2,1 en 1998.
Una medida del cambio de calidad de la carne de vaca nos la proporcionan las cifras del Ministerio de Agricultura. Por un lado, la cabaña ganadera no ha cesado de aumentar. Los 4,9 millones de reses en 1984 han pasado a 5,9 en 1996. En-tre ambos años las reses de bovino sacrificadas pasaron de 1,8 a 2,3 millones; pero lo que llama poderosamente la atención es que a este aumento del 28,4% en los sacrificios le acompañe un aumento del 46% en el peso en canal. Una explicación inmediata de que el animal sacrificado en 1984 pesara en canal 220 kilogramos y que en 1996 pesara 250 kilogramos está en su alimentación.
Cada vez hay menos pastizales, los cultivos forrajeros disminuyen y, al contrario, los alimentos preparados crecen vertiginosamente. Según la encuesta industrial de productos del INE, los destinados al vacuno, ovino, caprino y equino han aumentado desde 3,1 millones de toneladas en 1993 hasta 5,5 millones en 1999, un 79%.
Todo un signo que, hasta que no llegó el escándalo, ha pasado desapercibido.