En busca de la prosperidad compartida más allá del PIB
En varios aspectos, los españoles están incluso peor que en 2008, como en condiciones materiales
Este artículo es una versión de la ‘newsletter’ semanal Inteligencia económica, exclusiva para suscriptores ‘premium’ de CincoDías, aunque el resto de suscriptores también pueden probarla durante un mes. ...
Para seguir leyendo este artículo de Cinco Días necesitas una suscripción Premium de EL PAÍS
Este artículo es una versión de la ‘newsletter’ semanal Inteligencia económica, exclusiva para suscriptores ‘premium’ de CincoDías, aunque el resto de suscriptores también pueden probarla durante un mes. Si quieres apuntarte puedes hacerlo aquí.
El Gobierno español ha comenzado a incluir indicadores de pobreza y desigualdad junto al cuadro de predicciones macroeconómicas para afinar la radiografía de la situación del país, que está algo distorsionada por la fuerza con la que crece el PIB.
Fue a raíz de la pandemia cuando los Gobiernos de los países más desarrollados se dieron cuenta de que no habían percibido cuánto se había desacoplado la felicidad de sus ciudadanos con el nivel de riqueza del país. Se inició así una búsqueda global de nuevos indicadores para medir el bienestar o, al menos, asumir las limitaciones del PIB para mostrar las fragilidades de la sociedad. Y algunos países ya van muy por delante y le muestran el camino a España.
El PIB es una estadística de guerra, destinada a mostrar a los gobernantes su capacidad de financiarse para entrar en un conflicto. Tras la Segunda Guerra Mundial, y como parte de la arquitectura financiera internacional fijada en Bretton Woods, se establece como sistema de medición estandarizado.Una herramienta diseñada para medir en tiempos de escasez y la prosperidad le queda grande.
Los trabajos de cuidados o del hogar no remunerados, así como el valor de la naturaleza no están reflejados en el PIB, que sí en cambio considera la venta de tabaco o de alcohol como una fuente de ingreso sin contar con su “externalidad negativa”, esto es, lo que resta al bienestar. Los primeros avisos de que el indicador, o su derivada, el PIB per cápita no son buenos termómetros de la marcha de una sociedad se dieron en los países emergentes donde se enmascaran grandes carencias. La principal, la concentración de la riqueza en unas pocas manos.
En los años 90 y principios de los 2000 la ONU crea métricas multidimensionales para medir el desarrollo, pero es la crisis económica de 2008 cuando los países más ricos despiertan de su sueño de bonanza y comienzan a reflexionar sobre otras formas de medir la prosperidad, con el nobel Joseph Stiglitz como sherpa. La OCDE crea en 2011 un amplio marco sobre cómo medir el bienestar y estos indicadores dejan de ser hippies. Pero no todos los países tienen la fortaleza institucional para recoger con calidad las 80 variables que definen el bienestar.
La forma de medir se enfrenta a múltiples crisis que buscan dar respuesta a los nuevos problemas de la sociedad. Las medias están denostadas, ya que no dan una imagen representativa y enmascaran la desigualdad. El PIB en sí mismo sufre un cuestionamiento metodológico feroz. Diane Coyle publica en 2025 Midiendo lo que realmente importa, en el que se centra en cómo tomar la medida a la nueva sociedad. El PIB tradicional captura con dificultad la digitalización, falla en poner valor al tiempo de ocio, a los servicios por suscripción, a la IA… y no maneja bien la depreciación económica que supone la contaminación ambiental.
La incapacidad para medir el valor de los servicios que presta el capital público es otra de sus ineficiencias. “Es un reto para los investigadores”, dice la catedrática Antonia Díaz, directora del Instituto Complutense de Análisis Económico. Díaz dice que la parte de la inversión (pública y privada) o los servicios de mercado se cuantifican de forma precisa. Pero, ¿los de no-mercado? ¿La sanidad pública se podría calcular con los precios de la privada pero, y sus externalidades positivas?
El valor de los servicios de capital público, dice, muestra la capacidad de resiliencia de un país. La resiliencia fija la resistencia a fuertes shocks externos, como otra recesión súbita o una pandemia, y eso es una riqueza, así que a los economistas también les interesa medirla. La sostenibilidad del crecimiento es otro de los elementos que se introducen en la pócima perfecta. Eres rico hoy pero, ¿sigues una tendencia que te permita ser más rico mañana como país?
España es un caso paradigmático de país con fuerte divergencia entre la estadística y la percepción de la realidad, con la economía creciendo a tasas altísimas y una opinión publicada convencida de que los españoles cada vez viven peor. Los indicadores de pobreza y de desigualdad incluidos por primera vez este 2025 siguen dando una foto muy limitada del problema. España es el país que más crece de los grandes del mundo pero el indicador experimental del INE sobre bienestar dice que la vida no es tan satisfactoria como lo era en 2019. En varios aspectos, los españoles están incluso peor que en 2008, como en condiciones materiales, esto es, su capacidad de hacer frente a un problema económico; o en el disfrute del ocio. En comparación con la UE, España está en los mismos niveles de bienestar pero en el Índice Mundial de la Felicidad se queda en el puesto 38.
Finlandia es, según este indicador, el país más feliz del mundo. Y, sin embargo, en los últimos años su economía languidece y su tasa de paro está escalando a toda velocidad y ya iguala a la de España.
Las cuentas públicas en España deben ir acompañadas por un Informe de alineamiento con la Transición Ecológica y también medir el impacto de género. Pero Irlanda, Italia y Países Bajos, ya tienen incluido el monitoreo del bienestar como parte de sus técnicas presupuestarias, vinculando su evolución a las políticas públicas. En el caso de Países Bajos, se hace un informe que se presenta para su discusión en el Parlamento, con los conceptos más modernos: sostenibilidad, resiliencia e impacto a terceros. Es decir, miden incluso si mejoran o empeoran la vida de otros países.
Fuera de la UE, Nueva Zelanda, Bután, Bolivia o Ecuador han vinculado bienestar con naturaleza y han incluido en sus Constituciones la búsqueda de la prosperidad compartida como una de las obligaciones por las que tiene que velar un Estado.
Aunque estos países han hecho un esfuerzo por medir de forma holística la vida de sus ciudadanos, abordan indicadores muy diferentes ligados a sus especificidades culturales. (Irlanda mide la tasa de fertilidad; Italia la de obesidad; Bolivia la armonía; Nueva Zelanda la participación pública de los maoríes…). En definitiva, el concepto por ahora está lejos de ser universal y comparable, pero eso no debería frenar el deseo de comprender mejor la insatisfacción de la sociedad que los expertos relacionan con el aumento de los populismos.
Este artículo es una versión de la ‘newsletter’ semanal Inteligencia económica, exclusiva para suscriptores ‘premium’ de CincoDías, aunque el resto de suscriptores también pueden probarla durante un mes.Si quieres apuntarte puedes hacerlo aquí.