Situación actual de la vivienda y la inquiokupación
El legislador traslada en la práctica y a ‘coste cero’ la ejecución de la política social a los propietarios
El debate sobre la situación de la vivienda en España no es algo exclusivo de nuestra época. Más bien al contrario, parece sumergirse literalmente en la noche de los tiempos. Buena prueba de ello es el constante reflejo de esta realidad en los medios de comunicación de masas, especialmente desde los años 50, y destaca la dificultad de acceso a ella. El incesante trasvase de población de núcleos rurales a urbanos, propio de las modernas sociedades industriales y postindustriales, ha provocado una ausencia crónica de vivienda en las grandes capitales, que han triplicado y hasta cuadriplicado sus habitantes en menos de un siglo.
De hecho, esta problemática resulta tan inherente a las principales poblaciones, que se asume con cierta naturalidad por parte de la resignada población, y se configura como una servidumbre más de la vida cotidiana. Todo ello mientras en la España rural languidecen miles de poblaciones sin ciudadanos, pródigas en viviendas vacías y mal conservadas, configurándose una suerte de desierto interior de decenas de miles de kilómetros cuadrados. Sea como fuere, el legislador no ha sido ajeno a esta realidad, e históricamente las actuaciones han sido profusas. Solamente por citar algunos ejemplos, podemos destacar –entre otros muchos– la ley de casas baratas de 1911, el Decreto-ley 7/1970, de 27 de junio, sobre actuaciones urbanísticas urgentes, o la Ley 12/2023, de 24 de mayo, por el derecho a la vivienda. La gran pregunta que gravita sobre la ciudadanía es si esta pléyade de normas realmente ha logrado dar una solución efectiva a una problemática tan compleja.
Tras la dramática crisis económica de 2008, la construcción de nuevas viviendas se redujo de forma extraordinaria. Pero lo cierto es que, más de tres lustros después, el ritmo real de nuevas edificaciones es muy inferior al necesario en las “zonas tensionadas”, según la actual terminología. Y la presión poblacional sobre las grandes ciudades no solo no se ha reducido, sino que ha aumentado. De hecho, esta situación ha provocado que, en el caso de Madrid, las provincias limítrofes también padezcan esa carestía, al buscarse en ellas una residencia algo más asequible que en la capital.
Este contexto nos confirma que se ha consolidado un déficit estructural de viviendas en áreas críticas, situación a la que el conjunto de los poderes públicos no ha dado una respuesta adecuada. Mientras tanto, la ciudadanía asiste impasible a que se demoren durante décadas las grandes operaciones urbanísticas en terrenos que permanecen baldíos. Todo ello ,mientras se reciben constantes lecciones de ética de unos poderes públicos que consienten que no pocos edificios oficiales permanezcan vacíos sine die, algunos de ellos en ubicaciones privilegiadas.
La consecuencia de todo ello es que los precios se encuentran disparados ante el estrangulamiento de la oferta, por lo que una parte nada despreciable de la población solamente puede optar a adquirir una vivienda mortis causa. Lo cual debería plantearnos una serie de cuestiones. ¿No tendría que replantearse la actuación de todas las administraciones? ¿Los planes de urbanismo pueden dar nuevas alternativas residenciales en suelos que antaño tenían otros usos? ¿Tiene sentido mantener un parque tan elevado de oficinas en un contexto de teletrabajo? ¿Se pueden reconvertir en vivienda los miles de locales vacíos existentes en nuestras ciudades?
Por otra parte, no podemos olvidar el creciente fenómeno de la inquiokupación, protagonizado por inquilinos que sorpresivamente dejan de pagar la renta y aún permanecen residiendo con el contrato vencido, lo que genera una profunda alarma social e inseguridad jurídica entre los propietarios, conscientes de los riesgos de toda índole que entraña el alquiler.
De ahí que se soliciten al futuro arrendatario “garantías complementarias”, “avales”, “informes” y toda clase de elementos que aseguren el futuro cumplimiento. No en vano, los propietarios son sabedores del sistemático incumplimiento de los plazos procesales y que el desahucio puede demorarse años, sobre todo si existe “vulnerabilidad” de los inquilinos.
Mientras tanto, siguen corriendo con los pagos del IBI, comunidad de propietarios, suministros...El legislador traslada así a coste cero la ejecución de la política social a los propietarios, cuando en puridad el “Estado social” que marca el artículo primero de la Carta Magna debería dar respuesta, siquiera transitoria, a estas situaciones, más aún cuando la presión fiscal se encuentra en una espiral ascendente. En los países nórdicos, poco sospechosos de falta de garantías procesales o de veleidades totalitarias, el desahucio se tramita con extraordinaria rapidez, lo que a su vez genera más seguridad jurídica y facilita que haya más viviendas en alquiler.
¿El problema de todo ello es la propia regulación de los arrendamientos? Como resulta bien sabido, la regulación del sector históricamente fue muy garantista de los derechos del arrendatario. Esa bienintencionada medida, unida a las reducidas mensualidades que abonaban los inquilinos de renta antigua, provocó que la propiedad de tales viviendas fuera una carga inasumible, generando el deterioro de nuestro patrimonio inmobiliario.
El decreto Boyer de 1985 modificó sustancialmente las reglas del alquiler, liberalizándolo y erradicando en la práctica los contratos de renta antigua. La posterior Ley 29/1994, de 24 de noviembre, de Arrendamientos Urbanos y sus múltiples modificaciones consolidaron que el alquiler no es una opción a perpetuidad. El problema no es la duración actual de los contratos, sino la consolidación de conductas abusivas respaldadas por el incumplimiento crónico de los plazos procesales, que no hacen sino contraer y dañar el mercado el alquiler, carente de la suficiente seguridad jurídica. Y, en todo caso, urge aumentar la vivienda social de alquiler y facilitar la construcción de viviendas en las “zonas tensionadas”.
Alejandro Rosillo Fairén es doctor en Derecho y profesor del IEB