Una reforma fiscal óptima se vuelca en crear riqueza, no en capturarla

Se precisan decisiones que desatasquen la inversión, den solidez al crecimiento y domeñen la deuda pública

Maria Jesús Montero y Gabriel Rufián (ERC), en el Congreso.Jaime Villanueva

El variopinto rosario de cuentas fiscales que Hacienda ha negociado con sus socios parlamentarios, que en parte ha logrado el respaldo del Congreso y que en parte se ha estrellado contra la realidad de una mayoría débil e inestable, no es una reforma fiscal. Es una colección de puyazos impositivos contradictorios que se compensan unos a otros ideológicamente y que solo pretenden succionar unos pocos miles de millones de euros a los sospechosos habituales (empresas, rentas del capital y millonarios) para poder mantener el permanente avance del gasto público sin que la Comisión Europea eche el alto.

Para acreditar una auténtica reforma fiscal es necesario actuar sobre todos los impuestos –las cotizaciones sociales también– con una orientación explícita, ya sea de las que dan o de las que quitan. De las que con visión estratégica proporcionan margen a los contribuyentes para el consumo y la inversión, o de las que solo buscan apuntalar la fortaleza financiera del Estado soslayando el incentivo a la actividad. La que Montero ha presentado al Congreso tiene un sesgo evidente hacia este último formato, pero es tan superficial que le viene grande la catalogación de reforma fiscal.

El Gobierno es muy consciente de que su fortaleza política es muy limitada y crecientemente débil como para empeñarse en una auténtica reforma fiscal, máxime cuando sus socios le han recordado con hechos que tienen naturaleza e intereses diferentes, divergentes y excluyentes. Esa misma circunstancia ya le obligó hace un par de años a guardar en el cajón el libro blanco sobre la reforma fiscal que encargó a un grupo de fiscalistas, y que contenía una serie de indicaciones de por dónde debería ir la tributación del futuro. Pero ahora el futuro se limita al año que viene, y ni el Gobierno se atreve a aventurar su propia longevidad, aunque predique lo contrario.

Solo la exigencia europea de un cambio que atenúe el déficit estructural como salvoconducto para el cobro de un paquete presupuestario de los fondos Next Generation fuerza la denominación de reforma fiscal a esta ensalada desaliñada de decisiones. Pero hay una exigencia mayor para un giro fiscal que garantice una reducción consistente de la deuda pública en el largo plazo (todas las instituciones creen que no bajará del 100% en los próximos diez años) para poder encajar sin dolor los sobrecostes del envejecimiento, y que, por tanto, debe primar la consolidación de un crecimiento económico más sólido que el actual, por abultado que este parezca, y más resistente a los inevitables episodios críticos que vendrán.

La fiscalidad practicada en los últimos años, los de Sánchez y Montero, ha tratado de acercarse a la capacidad de recaudación de los pares europeos, intensificando las alzas impositivas, sin tomar ni una sola medida de recorte, y ni siquiera de control, del gasto público. Una carrera que acumula más de 80 decisiones de incremento de los ingresos ha logrado llevar la presión fiscal hasta el 38,3% del PIB (tomando la producción ajustada tras la última revisión de Estadística) y absorber buena parte del diferencial con la zona euro (41,1%), circunstancia a la que ha contribuido la reducción en paralelo de la presión fiscal en los países europeos.

Así, desde 2018 a 2023 la presión en España aumentó en 1,8 puntos, y la media de la zona euro descendió en 1,1 puntos. Pero el impuesto que más recursos ha proporcionado ha sido la inflación silente de los últimos años por la intencionada negativa a deflactar la tarifa del IRPF, y a su persistencia se confía la aportación de una notable partida de ingresos en los próximos años para ejecutar el plan de ajuste presentado a Bruselas.

Este ejercicio de endurecimiento fiscal defendido como herramienta redistributiva que ha cargado las tintas en las empresas y en las rentas elevadas, ya fuesen del trabajo o del capital, y que ha sido destinado en parte a nuevos programas de gasto social y a alivios de las rentas bajas para absorber parte de los efectos de la oleada inflacionista de los tres últimos años, ha deteriorado la posición de España como destino de la inversión. El estancamiento en niveles inferiores a 2019 de esta, tanto de particulares como de corporaciones, es un signo evidente de que el clima para hacerla se ha deteriorado, lo que incorpora al ciclo de crecimiento un componente de debilidad que impedirá prolongarlo mucho tiempo, además de concentrarse en actividades de valor añadido limitado.

No deben despreciarse los mensajes que lanza el indicador de competitividad fiscal elaborado por la Tax Fundatión y que publica el Instituto de Estudios Económicos, con un deterioro de las posiciones de España muy alarmante en los últimos años por el avance de la presión fiscal normativa, muy concentrada en las empresas y rentas altas, y que limita las oportunidades de la inversión, que es el activo de la actividad que proporciona un crecimiento más prolongado en el tiempo.

La posición que España ocupa en competitividad fiscal es el puesto 33 de 38 países analizados, al que desciende desde el 31 de 2023 y desde el 27 que ocupaba en 2020. El indicador se construye analizando una cuarentena de variables fiscales, y trata de determinar la capacidad de atracción de inversiones en función del atractivo fiscal y las posibilidades de generación de riqueza, condición previa a su distribución.

No deben despreciarse los mensajes de las grandes empresas que han advertido de la deslocalización de grandes proyectos de inversión si prosigue el incremento selectivo de impuestos a tales compañías, especialmente las energéticas. Ya Europa ha sufrido deslocalizaciones muy significativas por la competencia del programa norteamericano de lucha contra la inflación, como para que España añada obstáculos a tales proyectos.

En este país, como decía un vecino de estas páginas hace un par de semanas, se ha chalaneado con los impuestos a banca y energéticas; se han incrementado otros, como la tarifa a las rentas del capital más elevadas (con el concurso necesario del PNV, y del que quedan exentos sus votantes); y se han neutralizado algunas intenciones de Hacienda con contrapesos de sus interesados socios parlamentarios (subidas a pisos turísticos, socimis, seguros de salud, diésel o bienes de lujo). Al fin, la cohabitación de voluntades tan divergentes y excluyentes arroja un abanico de decisiones incoherentes y contradictorias, y de manera mayoritaria no encaminadas hacia la generación de riqueza, sino a su captura por parte del erario.

José Antonio Vega es periodista


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