El euro y el riesgo de volver a una ficción con 19 velocidades

Las acomodaticias reglas fiscales que prepara Bruselas auguran más divergencia que convergencia y dejan la corrección de sus defectos al ‘oyente’ BCE

El vicepresidente económico de la Comisión, Valdis Dombrovskis, y el comisario económico, Paolo Gentiloni.OLIVIER HOSLET (EFE)

Tras cuatro años de anestesia presupuestaria para superar las dolencias de la pandemia de Covid y las de la Guerra de Ucrania, las 19 economías que comparten el euro deberán someterse de nuevo a unas reglas de disciplina fiscal para recuperar un grado de simetría suficiente que haga del euro una divisa perdurable y fuerte en el mundo. Algo parecido a lo que se pretendía en los noventa cuando se puso en marcha, pero que nunca llegó a depurarse y que, junto con otras deficiencias de la estructura política y económica de la Unión Monetaria, estuvieron a punto de hacer colapsar el euro cuando llegó la crisis financiera.

Pero 25 años después, la situación de las economías no es la misma, y someterlas a parecidas exigencias a las que el Tratado de Maastricht implantó sería, simplemente, una ilusión vana. Si la más complicada de las variables a controlar era la deuda pública cuando la inmensa mayoría de los países superaban ya en las cotas pretendidas, cómo lograrlo ahora cuando la media de los países de la eurozona supera en un 50% largo el umbral del 60% del PIB. La media ha cerrado 2022 en el 91,5% del PIB, y algunos países –España, sin ir más lejos– duplica el umbral deseado (113% del PIB).

Sensible a tal dificultad, y convencida de que las recetas de la austeridad solo lograron agravar los problemas de varios países, poner a la divisa al borde de su desaparición y alumbrar un populismo político radical (de izquierdas en el sur y de derechas en el centro y norte del continente), la Comisión pretende aplicar una especie de volubles reglas a la carta. Unos itinerarios que cada país puede diseñar a su antojo para ciclos de cuatro o siete años (la medida de una legislatura o de dos) y que únicamente responderán a la necesidad de impedir que el gasto público (sin intereses ni cobertura de desempleo) crezca más que el PIB nominal, y reducir el déficit público en 0,5% del PIB cada año si se sobrepasa el 3%.

Un tránsito de laxa exigencia y que solo puede ser castigado con multas del 0,05% del PIB si se vulnera. Parece poca cosa para forzar a la disciplina en el gasto, y más que un castigo por no cumplir parece un incentivo benévolo a incumplir. La Comisión cree con ingenuidad que un monto tan limitado será más fácil de aplicar que las multas de antaño, de cuantía diez veces superior y que a España y Portugal en su día le fueron impuestas y condonadas, porque Francia y Alemania, los supuestos virtuosos habituales, se vieron incursos en parecida situación.

Con la propuesta actual, hablar de plan de convergencia, cuyos detalles deberán ser depurados en la presidencia española de la Unión para activarlos en enero próximo, es una exageración. Porque con unos ritmos marcados que invitan a la relajación en la gestión de los dineros públicos, esperar que el control del gasto y la reducción del déficit van a lograr devolver la deuda pública al 60% del PIB, cuando la mayoría de países están por encima del 100%, es una ilusión quimérica. Y tal falta de rigor y de esfuerzo, tendrá consecuencias, con grave riesgo de repetir la crisis de antaño.

Ahora, nada menos que 18 de los 27 miembros de la Unión Europea tienen déficits superiores al 3%, (Alemania, Francia, Italia y España entre ellos), con crecimientos en algunos casos de los ingresos sorprendentemente elevados (récord de recaudación en España) como consecuencia de una inflación persistente, esa subida de la fiscalidad en frío de la que hablan los fiscalistas.

El escenario recuperará naturalidad cuando los precios se estabilicen, pero cambiará a peor en casos como el español cuando los capítulos de gasto estructural crezcan a ritmos elevados por el envejecimiento, o cuando el calendario ejecute refinanciaciones de la inmensa bola de deuda emitida a precios más caros (ahora ya por encima del 3%), que forzarán una elevación inevitable de la factura financiera. Entonces será complicado someter el gasto a guarismos de avance inferior al PIB nominal, aunque el gasto de la deuda, como el de desempleo, esté exento de tal limitación como si fuesen inevitables.

En fin, parece que las reglas las ha diseñado un enemigo de la divisa común y de la necesaria convergencia para defenderlo en las etapas de crisis. Manteniendo las asimetrías tradicionales de deuda y déficit, será muy complicado que los mercados financieros respeten al euro como si existiese uno solo. Volverán a exigir un coste (prima de riesgo o riesgo país) acorde con el grado de sostenibilidad de las finanzas de cada país. Volverán a comportarse como si existiesen 19 euros distintos, como en 2010-2012 ya advirtieron con la crisis de la deuda, y tendrá que volver la involuntaria mutualización de los pasivos por parte del BCE para evitar la ruptura. Si en 2010 hubo una crisis de deuda con los niveles de entonces, alimentada por la desconfianza de la ocultación griega, el riesgo con los niveles actuales es evidente.

La flexibilidad y laxitud de lo que se prepara para que no vuelva a ocurrir lo que ya ocurrió en el trienio que puso al euro en el disparadero, reproducirá lo vivido; volverán las dos o tres o 19 velocidades de la Unión Monetaria que tanto atormentaron a los políticos del sur de Europa en los noventa.

Y el BCE, que no participa en esta decisión mancomunada de políticos más que de oyente, tendrá que practicar, como si de eurobonos se tratase, la compra de último recurso y cebar su balance inflacionista hasta niveles que dejarán los de hoy en poca cosa. Tendrá dificultades añadidas para evitar la fragmentación y para aplicar con coherencia su política monetaria, que surgen con cualquier episodio crítico. Hoy, como ayer y como mañana, el euro precisa de unión fiscal, unión política y unión financiera para sobrevivir a todas las turbulencias. Mientras no se cierre el círculo, el euro seguirá siendo, en buena medida, la ficción con la que en su día lo calificó Miguel Boyer, quien primero formó parte de la comisión de sabios que lo diseñó.

José Antonio Vega es periodista

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