Tres preguntas incómodas antes de publicar un post de tus hijos
No hablamos solo de evitar el daño físico o el maltrato directo: hablamos de protegerles frente a una exposición digital que puede comprometer su dignidad futura

En cualquier parque, cafetería o reunión familiar se repite la misma escena: un adulto graba, otro hace fotos, alguien pide “espera, que esto lo subo a Instagram” y, en el centro, un niño que solo quiere tirarse por el tobogán o disfrutar del momento en casa. No sabe qué es un algoritmo, ni una huella digital, ni un contrato de influencer. Pero su cara, su cuerpo y sus emociones ya están circulando por plataformas que vivirán mucho más que su infancia.
Ese es el núcleo del sharenting: la decisión de madres, padres, abuelos u otros adultos de compartir masivamente imágenes, datos y anécdotas de los menores en redes sociales. No es un fenómeno anecdótico ni inocuo, como ya divulgó en su estudio mi querida Julia Ammerman Yebra. El gesto inicial suele ser comprensible: orgullo, ternura, ganas de compartir. El Derecho, sin embargo, no juzga intenciones, sino consecuencias.
Pero como ni el Derecho ni la ética pueden vivir solo de prohibiciones. Como abogada de menores, suelo proponer a las familias un pequeño test antes de subir contenido:
¿Estoy protegiendo a esta persona o me estoy protegiendo a mí?Si la publicación sirve sobre todo para reforzar mi imagen de “buena madre”, “padre perfecto” o “abuela/o moderna/o ”, quizá el centro no sea el menor, sino mi necesidad de reconocimiento.
¿Podría esto avergonzarle o perjudicarle dentro de diez años? Cambiemos de escenario: ese niño es ahora un adolescente y sus compañeros de clase, sus profesores, su jefe o su pareja pueden ver en dos clics este contenido. Si el estómago se encoge, la respuesta ya está dada.
¿Lo publicaría igual si no existieran “me gusta”? Si la motivación principal es la reacción inmediata de la red, más que compartir información realmente necesaria, quizá no haga falta subirlo.
Muchos padres me dicen en consulta: “Si solo nos siguen amigos y familia”. Pero una vez se hace clic en “compartir”, perdemos el control real sobre el destino del contenido. Basta una captura de pantalla o que la cuenta deje de ser privada. La escala de difusión no depende ya de nuestro círculo íntimo, sino de la lógica de la plataforma.
El punto de partida jurídico es claro: los menores son titulares plenos de derechos de la personalidad. En España, la protección de su honor, intimidad y propia imagen no es una gentileza, sino una obligación que deriva de la Constitución, de la Ley Orgánica 1/1982 y del propio Código Civil, que excluye de la representación paterna aquellos actos sobre la esfera personal que el menor, según su madurez, puede ejercer por sí mismo.
A esto se suma la Convención sobre los Derechos del Niño, que prohíbe injerencias arbitrarias o ilegales en su vida privada y obliga a los Estados a garantizar su protección efectiva. No hablamos solo de evitar el daño físico o el maltrato directo: hablamos de protegerles frente a una exposición digital que puede comprometer su dignidad futura.
Este conflicto ya está llamando con fuerza a las puertas de los juzgados. Al principio veíamos el problema en procesos de familia: un progenitor que sube fotos del menor y otro que se opone; abuelos que publican imágenes sin permiso; desacuerdos sobre el uso de redes sociales por parte de adolescentes.
Hoy el foco se amplía. La jurisprudencia argentina es ilustrativa. En el conocido caso de Morón, divulgado por mi estimada y querida compañera y amiga Mónica Graiewski - la justicia dictó una medida cautelar que prohibía a una abuela publicar fotos y vídeos de su nieta en redes sociales y le ordenaba retirar el contenido ya difundido. La sentencia recuerda que la exposición reiterada de la menor vulnera sus derechos personalísimos y formula una idea que se ha vuelto referencia: la no divulgación de las imágenes de niños, niñas y adolescentes constituye una obligación jurídica y ética (Cámara de Apelación en lo Civil y Comercial - Buenos Aires).
En Europa, distintos tribunales han dado la razón a progenitores que pedían limitar la publicación de imágenes de sus hijos y la doctrina viene advirtiendo que, cuando estos menores alcancen la mayoría de edad, podrán accionar contra quienes difundieron su intimidad, incluso si fueron sus propios padres.
No es un capricho retórico. Ese “no divulgar” implica, en la práctica, invertir la carga de la decisión: no se trata de justificar por qué no subimos fotos de los menores, sino de justificar muy bien por qué, en algún caso, podríamos hacerlo. Cada fotografía, cada vídeo, cada comentario sobre salud, rabietas, suspensos o rutinas escolares genera un rastro que no depende ya de la familia: se almacena, se copia, se reutiliza, se descontextualiza.
Hoy está en un stories; mañana puede aparecer en un montaje humillante en un grupo de clase, en manos de un adulto que utiliza esa imagen con fines sexuales o en bases de datos que entrenan sistemas de inteligencia artificial capaces de manipular rostros infantiles.