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Tribuna
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La necesidad de una Constitución digital

Internet, como todo territorio, debería tener un gobierno o, al menos, unas normas que permitan una mínima convivencia y garantizar que las máquinas sirvan al mundo

Uno de los grandes deseos de la Revolución Francesa fue construir una nueva sociedad política; en ese sentido, hizo falta un orden que superase al ominoso Antiguo Régimen. Todo ello se consiguió gracias a un nuevo Derecho, que inventó a su vez los derechos de los que gozamos las personas —los conocidos como derechos subjetivos— y concluyó como necesaria la igualdad, despojando de los privilegios a una sociedad estamental. Podemos afirmar que dicho fin culmina con el derecho a la igualdad ante la ley y el derecho a que nadie será tenido por culpable en tanto que no se demuestre su culpa en un debido proceso con todas las garantías procesales, entre otras, la carga de la prueba en aquel que acuse.

De ese momento surgieron colosos jurídicos tales como los grandes códigos napoleónicos, que influyen hasta nuestros días, la Declaración Universal del hombre y del Ciudadano de 1789 o la propia administración, sujeta ya a su jurisdicción contencioso-administrativa.

Las causas de la revolución aquí no nos interesan, pero sí el hecho de que una creación pura y genuinamente humana fuera bruñendo un nuevo orden, particularmente en lo relativo al Derecho, a finales del siglo dieciocho. Y era una necesidad que, en su momento, la sociedad se impuso a sí misma.

La cuestión que afecta y que nos convoca en nuestros días, es que un nuevo orden se nos ha impuesto de forma muy categórica y cada vez somos menos ajenos a sus influencias, aunque sigamos sin conocer plenamente su injerencia en nuestras vidas.

La autoridad que ostentan las instituciones que solemnemente nos hemos dado entre todos a través de la ley, poco tienen que hacer ante la autoridad que detenta el poder tecnológico, ejercido desde la comodidad del anonimato y con nulas reglas e infinitas posibilidades. Las posibilidades técnicas que permite internet, gracias además a que cada vez se alimenta con más datos —incluso cada vez más datos en tiempo real— hacen que el ciberespacio sea un mundo completamente paralelo.

En ese cibermundo paralelo suceden multitud de acontecimientos que inciden en el mundo real, podemos decir que la territorialidad de internet es exorbitante, tanto que ya podemos hablar y cartearnos con máquinas, incluso tener una relación que consideremos sentimental en un sentido amplio. Actualmente, los interfaces de los chatbots pueden hasta clasificar nuestro tono de voz o examinar la comunicación no verbal y determinar qué emociones expresamos.

El problema ya no es solamente la funcionalidad de los sistemas de IA. Las aplicaciones corrientes se desarrollan sobre plataformas creadas a modo de plantilla que ya traen de serie funcionalidades ocultas que pueden ir mucho más allá de las que pretende incluir el desarrollador. Esto significa que una aplicación para poder medir distancias y ver si nos cabe un mueble más en el cuarto, puede estar usando nuestro bluetooth para enviar información de localización a otros dispositivos sin que no ya lo sepamos nosotros, sino los que construyeron esa aplicación y con fines desconocidos para dichos desarrolladores, no ya solo para nosotros.

Con los datos precisos de localización se puede conseguir más información de la que se cree, podemos saber qué estante del supermercado estamos mirando o qué escaparate nos paramos a ver, además de con quién es probable que nos relacionemos y muchas más cosas.

Si sumamos la información que recopilan aquellos modelos de inteligencia artificial afectiva que se enfocan en acompañamiento y cuidados, tenemos un panorama complicado. Por un lado, localización, por otro, información muy detallada de nuestro carácter y preferencias de todo tipo.

Internet, como todo territorio, con su población, debería tener un gobierno o, al menos, unas normas de gobierno que permitan una mínima convivencia y garantizar que las máquinas sirvan al mundo, a sus cosas y no comiencen a destruirlo poco a poco, como el mar erosiona las rocas.

El hecho de tratar de poner ciertas normas de gobierno en internet se hace desde Europa tratando de ordenar las consecuencias de los actos cibernéticos o regulando sectores concretos, como el comercio al por menor, la identidad digital, los mercados digitales, el derecho de la competencia, etc. Pero es necesaria una acción de gobernanza global, con la creación de una asamblea constituyente que reflexione acerca de un contrato social de internet, con cesiones soberanas efectivas y creando derechos, obligaciones y garantías.

Todos presenciamos la brutalidad de las consecuencias que tiene un medio que llega a millones de espectadores que, casi siempre en vano se trata de atajar y es que es imposible detener el oceánico caudal de información que permea ese cibermundo. Y, en su mayoría, no está para saciar nuestros intereses, sino para actuar en contra de ellos. Debemos inventar un nuevo Derecho e imponer lo que, en su momento, la revolución impuso y ahora debemos hacer sin dilación.

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