Fundaciones comunitarias, el gran desconocido
En la actualidad, se han constituido en nuestra sociedad como un elemento activo residual dentro del 99% que conforman las fundaciones no eclesiásticas o bancarias de nuestro país
Este artículo pretende arrojar algo de luz y poner el foco sobre las fundaciones comunitarias, un activo incipiente de enorme interés para la sociedad civil por su voluntad de retorno para la autogestión, aunque, sin embargo, todavía un gran desconocido. Las fundaciones comunitarias emergen con energía en los países de nuestro entorno por su necesidad, como cualquier torrente imparable de voluntad común. En España, en cambio, su utilización aún se encuentra en una fase incipiente.
Este análisis pretende ser más consuetudinairo que positivista, dada la propia naturaleza jurídica de las fundaciones comunitarias, tanto por su nacimiento de origen anglosajón, como por surgir en el ámbito del desarrollo del tercer sector (de manera cuasi espontánea) por la voluntad de las comunidades que participan en ellas, siendo su organización plenamente ajustada, como es lógico, a la necesaria estructura jurídica del país y/o la comunidad en la que operan.
En la actualidad, y con el apoyo de la Asociación Española de Fundaciones (AEF) y las fundaciones donantes que contribuyen con esta en el proyecto de crecimiento de las mismas (Fundación Porticus, Rockefeller, etc.), tenemos activas en España un total de nueve fundaciones comunitarias, principalmente radicadas en Cataluña y Valencia, y con una en Almería y otra en Extremadura.
Alguna de dichas fundaciones cuenta con hasta 45 entidades dentro de su patronato. Es el caso de la Fundación Tot Rabal, que opera en el barrio del mismo nombre en Barcelona. También podemos citar el de la Fundación Raymat, la primera en constituirse como tal, y la Fundación Vall de Camprodon, la segunda, ambas de carácter más rural, enfocando su actividad en la comunidad a la que pertenecen, sin dejar de atender al ámbito cultural y de incorporación de la modernidad en sus ámbitos de actuación.
A modo de introducción, para la mejor comprensión de la organización de estas, se da la curiosidad de que la primera fundación comunitaria operativa en España comenzó su actividad hace 25 años. Así de jóvenes son estas instituciones en nuestro país. La mencionada entidad comenzó a operar en Valencia muchos años antes de dotarse de dicha construcción jurídica con el nombre de Fundació Horta Sud. Sin duda, un caso de éxito.
Nacidas en Estados Unidos y Canadá, su origen se remonta a principios del siglo XX, cuando surgieron con la vocación de adaptar la voluntad de los donantes, por caducidad o variación sustancial de las necesidades intrínsecas al mandato desde su patronato fundador. En la actualidad, se han constituido en nuestra sociedad como un elemento activo residual dentro del 99% que conforman las fundaciones no eclesiásticas o bancarias de nuestro país.
Tras una primera edad de oro en los años veinte del siglo pasado en Estados Unidos, tras el fallecimiento del conocido banquero David Rockefeller, cuya fundación sigue apoyando la construcción de fundaciones comunitarias en todo el mundo, después de más de 100 años (incluido en España, a través de la AEF), se produjo un cambio crucial en su regulación.
Tras la pérdida del fin fundacional determinado por el patrono fundador, por modificación de las circunstancias de la sociedad en la que actuaba, se dota desde el regulador de una fórmula, al fin último de que el patronato pudiera reinterpretar la voluntad original del donante, como figura adscrita a la comunidad sobre la que operaba en sus fines. Se consigue así de manera práctica, el denominado grand making, a través de insuflar capitales para conseguir los objetivos, sin focalizar en elementos concretos de materialización.
Por poner un ejemplo, en los primeros años del siglo XX, en Estados Unidos, era una necesidad el dotar de calzado a los más jóvenes de las clases desfavorecidas para que pudieran acudir a formarse debidamente. Hoy en día necesitan tablets.
En la actualidad, en Alemania cuentan ya con más de 400 organizaciones en gestión como fundaciones comunitarias. Inglaterra, por su parte, se ha constituido como el gran canalizador hacia nuestra comunidad europea; esto es debido al carácter consuetudinario de las mismas en su nacimiento y evolución. De ahí, probablemente, que el carácter positivista de nuestros ordenamientos esté ahora permeabilizándose de esta imparable voluntad popular que, como buena costumbre, se hace ley.
En definitiva, las fundaciones comunitarias nacen con la voluntad de aglutinar los recursos y capitales para conseguir determinados fines compartidos que generen un mejor espacio de convivencia. Estas llegan allí donde la Administración se muestra menos resuelta, o bien, dónde sus convivientes son más capaces de entender que la unión hace la fuerza. Todo ello, con una reinterpretación o interpretación naciente de los patronatos para cumplir sus fines, adaptándose a la fecha con la evolución social.
Los elementos integradores o características esenciales de las fundaciones comunitarias son cinco: independencia; representatividad, por su diversidad sin ser asamblearia; fortalecimiento sin competencia; ayudar al que ayuda (win win), y vocación de permanencia.
Ninguna de estas características pertenece a cualquiera de los proyectos en su desarrollo, pero se hacen todas necesarias y convierten a estas figuras jurídicas en elementos integradores de enorme utilidad. Aglutinando así pequeños o no tan pequeños actos locales y consiguiendo una gran fundación.