De Renault a Argentina: cuando el futuro pesa más que el historial
En un mundo que se transforma cada vez más rápido, mirar hacia adelante es lo único rentable

Invertir mirando por el retrovisor ha sido, y sigue siendo, uno de los errores más comunes del inversor medio. Nos sentimos cómodos con lo que conocemos, con los nombres familiares, con los gráficos que muestran décadas de estabilidad o con los balances que exhiben beneficios pasados. Sin embargo, el valor de una inversión no está en lo que fue, sino en lo que será. El pasado solo explica de dónde viene una compañía o una economía; el futuro es el que determina hacia dónde puede ir y, por tanto, cuánto puede valer o crecer.
Nadie parece tener ni la capacidad ni la libertad de definir su estrategia para las próximas dos décadas. En ese contexto, las posibilidades de competir rentablemente son bajas. Sin embargo, no faltan inversores que ven en Renault un valor “conservador” por cotizar a un bajo PER, sustentado en beneficios del pasado. Pero, ¿qué ocurre si en el futuro esos beneficios desaparecen? Lo barato puede volverse caro si la empresa deja de generar rentabilidad.
La banca española es otro ejemplo de cómo el mercado, a veces, prefiere mirar el presente complaciente y olvidar las preguntas de futuro. Tras años de tipos bajos, crisis y consolidación, las subidas de tipos han catapultado los beneficios de los bancos del Ibex y, con ellos, sus cotizaciones. Hoy, muchos celebran la fortaleza del sector sin preguntarse qué ocurrirá cuando cambien las condiciones. Nadie parece preocuparse demasiado de si las grandes entidades están perdiendo cuota de mercado frente a competidores más pequeños o si las operaciones de mayor valor añadido están migrando hacia otros actores más ágiles. Su rentabilidad actual proviene, sobre todo, de exprimir una base de clientes aún enorme y de un mercado inmobiliario inflado que, de momento, evita la mora: los deudores que no pueden pagar venden, devuelven el préstamo y se quedan con la diferencia. Pero el modelo sigue siendo rígido, poco innovador y con escasa capacidad para financiar proyectos nuevos o empresas emergentes que confíen en el talento más que en los activos. ¿Qué pasará cuando los clientes más valiosos busquen alternativas? ¿Cuándo no funcione la estrategia de bajar el precio de las hipotecas para hacer rehenes? Los clientes aprenden y la complacencia es el peor enemigo del futuro.
Frente a ello, existen compañías que entienden que la rentabilidad sostenible no está en exprimir lo que tienen, sino en construir lo que viene. Renta 4, por ejemplo, está ganando cuota de mercado ofreciendo mejores productos y servicios, aunque eso implique sacrificar margen a corto plazo. Su estrategia no consiste en ordeñar, sino en fidelizar; no en extraer valor, sino en crearlo. Lo mismo sucede con Tesla, cuyo foco no está en el beneficio trimestral sino en la evolución de su sistema de conducción autónoma y en el aprendizaje continuo de su inteligencia artificial. Su objetivo no es coyuntural, es estructural: Dominar la tecnología de autoconducción que definirá el futuro del transporte. La fabricación de robots humanoides en serie es una extensión de esa visión. El beneficio de 2025 o 2026 es irrelevante frente a la construcción de una posición competitiva que mejora por semanas.
El mismo principio se aplica a las economías nacionales. Hay países que los inversores descartan por su pasado, sin reparar en que el futuro puede estar dando un giro radical. Argentina es un caso paradigmático. Durante décadas fue el “patito feo” de los mercados: inflación crónica; déficit persistente; controles de capital; desconfianza interna y externa. Pocos se atrevían a mirar más allá del riesgo. Pero quizá algo esté cambiando. Tal vez el nuevo Gobierno haya logrado ordenar las cuentas públicas, desregular sectores y liberar al país del corsé del cepo cambiario. Si elimina las restricciones cambiarias que quedan, algo que tiene al alcance sin necesidad de aprobarse en las cámaras, normalizará el acceso al mercado de capitales para refinanciar la deuda y devolverá al sector privado la posibilidad de acceder al crédito —como ocurre en países vecinos—. En ese caso, el salto de su economía puede ser histórico. Hoy, el crédito a particulares y empresas argentinas, medido como porcentaje del PIB, es ínfimo. Si el riesgo país se desploma y el crédito fluye, ese patito feo podría convertirse en un cisne que asombraría al mundo inversor.
En cambio, hay economías que, pese a vivir aún con comodidad, están minando su propio futuro con exceso de regulación, burocracia e impuestos. Países que expulsan proyectos empresariales y talento, confiados en que su bienestar actual resistirá indefinidamente. Alimentados por políticas fiscales y monetarias expansivas, se sienten protegidos. Pero el tiempo económico es implacable: la competitividad perdida no se recupera con nostalgia. Cuando el ciclo se gire y la realidad muestre que no eran sostenibles, la factura será alta. El liderazgo en ciencia, tecnología o industria no se mantiene por inercia, se renueva con visión y decisiones valientes.
En definitiva, lo que aporta valor a las inversiones y hace crecer a los países es lo que serán en el futuro, no lo que fueron. El pasado puede enseñar, pero no garantiza nada. La historia económica está llena de imperios que parecían indestructibles y acabaron diluidos, y de países o empresas que resurgieron de la nada.
Invertir con éxito no consiste en adorar la historia, sino en anticipar el cambio. En un mundo que se transforma cada vez más rápido, mirar atrás puede ser reconfortante, pero mirar hacia adelante es lo único rentable.