El espejismo del decrecimiento en la era de los servicios, de lo digital y de lo sostenible

Desvincular el daño ambiental del crecimiento económico es más efectivo ante la crisis climática que recortar el consumo

Vistas del parque eólico Serra da Capelada, Cedeira (A Coruña).ÓSCAR CORRAL

En los últimos años, el debate sobre cómo abordar la crisis climática y la sostenibilidad ambiental ha ganado una intensidad sin precedentes. En este contexto, el movimiento del decrecimiento ha emergido como una voz provocadora y, para algunos, atractiva. Los defensores del decrecimiento argumentan que la única manera de evitar un colapso ecológico a medio plazo es reducir deliberadamente nuestra actividad económica, cuestionando el paradigma del crecimiento que ha dominado el pensamiento económico y político durante décadas.

A primera vista, la lógica del decrecimiento parece convince...

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En los últimos años, el debate sobre cómo abordar la crisis climática y la sostenibilidad ambiental ha ganado una intensidad sin precedentes. En este contexto, el movimiento del decrecimiento ha emergido como una voz provocadora y, para algunos, atractiva. Los defensores del decrecimiento argumentan que la única manera de evitar un colapso ecológico a medio plazo es reducir deliberadamente nuestra actividad económica, cuestionando el paradigma del crecimiento que ha dominado el pensamiento económico y político durante décadas.

A primera vista, la lógica del decrecimiento parece convincente. Si nuestro consumo y producción están dañando el planeta, ¿no deberíamos simplemente reducirlos? Sin embargo, como ocurre a menudo con las soluciones aparentemente simples a problemas complejos, la realidad es mucho más matizada.

Y esta es que una posible aplicación del decrecimiento en una sociedad democrática sería difícil cuando no peligrosa. La idea de forzar a las personas a consumir menos o a renunciar a sus aspiraciones de progreso no solo es éticamente cuestionable, sino también prácticamente inviable. Intentar imponer tales medidas probablemente generaría una resistencia feroz y podría conducir a conflictos sociales significativos.

Y es que el deseo de mejorar nuestras condiciones de vida y las de nuestros hijos está profundamente arraigado en la psicología humana. No es una imposición de un sistema, como suele considerarse, de ciertas economías desde hace pocos siglos, es simple y llanamente un impulso vital desde que andábamos buscando caza que nos permitiera pasar los inviernos. En otras palabras, no es simplemente un producto del capitalismo o de la publicidad, del marketing o de la alienación de una sociedad consumista, es el resultado de una aspiración fundamental que ha impulsado el progreso humano durante milenios. Pedirle a la gente que renuncie voluntariamente a esta aspiración es, en el mejor de los casos, ingenuo y muy posiblemente contranatural.

Entonces, ¿significa esto que, por nuestros propios impulsos vitales acompañados por un sistema que los refuerza, estamos condenados a un crecimiento insostenible? No. En primer lugar, debemos reconocer que el crecimiento económico per se no es el problema. El verdadero desafío es el impacto ambiental de nuestras actividades económicas. Por lo tanto, en lugar de centrarnos en reducir el PIB, deberíamos enfocarnos en desacoplar el crecimiento económico del daño ambiental. Esto implica invertir masivamente en tecnologías limpias, promover la economía circular y rediseñar nuestros sistemas de producción y consumo. Esto ya se hace y con resultados positivos. Hoy en día emitimos mucho menos CO2 por cada unidad de PIB que hace unas pocas décadas. Y este desacoplamiento aumentará.

En segundo lugar, debemos aprovechar el poder de los incentivos económicos. En lugar de prohibir o restringir, podemos hacer que las opciones sostenibles sean las más atractivas económicamente. Esto ya se hace e incluye impuestos al carbono, subsidios para tecnologías limpias y políticas que fomenten la reparación y el reciclaje. Aquí hay un largo camino pues en los años más recientes se fortalece una oposición demagoga, desde el lado contrario al decrecimeinto, a todo aquello que implique una política enfocada a lo “verde”.

Por último, debemos reconocer que cualquier transición hacia una economía más sostenible debe ser justa e inclusiva. No podemos pedir a quienes ya luchan por llegar a fin de mes que hagan más sacrificios. Las políticas de sostenibilidad deben ir de la mano de medidas para reducir la desigualdad y garantizar oportunidades económicas para todos.

Pero no todo es política. Tres grandes tendencias principales están impulsando esta transformación: la transición hacia una economía de servicios, la revolución digital y el avance de las energías renovables.

La transición hacia una economía de servicios está redefiniendo el “crecimiento”. Mientras que antes el crecimiento económico estaba ligado principalmente a la producción y consumo de bienes físicos, hoy una parte creciente del PIB proviene de servicios con menor huella de carbono. Las plataformas de streaming, entre otras realidades, ejemplifican este cambio: millones pueden disfrutar del mismo contenido sin un aumento proporcional, sino menos que proporcional, en el consumo de recursos o emisiones. Por esto, la revolución digital permite una “desmaterialización” de nuestras vidas, desde libros electrónicos hasta videoconferencias, satisfaciendo necesidades con menor impacto ambiental. Esta transformación no solo está cambiando cómo trabajamos y nos comunicamos, sino que también está creando nuevas formas de valor económico que no dependen del consumo intensivo de recursos naturales, o al menos con la misma intensidad que antes.

Además, el avance de las energías renovables transforma nuestro mix energético, lo que ayuda a este desacoplamiento. Países como España demuestran que es posible mantener el crecimiento económico reduciendo la dependencia de combustibles fósiles. La caída en los costes de la energía solar y eólica está acelerando esta transición, haciendo que el crecimiento “verde” sea cada vez más una realidad tangible y no solo una aspiración lejana. Un informe del Banco de España de esta semana pasada ya nos indica que nuestra factura energética cayó significativamente en 2023 gracias al mayor uso de renovables. Y con ello las emisiones. Sin afectar al crecimiento, más bien al revés: transitar a lo renovable implica crecer.

Junto a todos los “peros” que al decrecimiento se le puede hacer existe, además, un sustento teórico del mismo que no existe. Es más, del decrecimiento solo podemos decir que es una amalgama de opiniones y propuestas sin fundamento en evidencias que los respalden. En un estudio reciente en Ecological Economics, analizando 561 artículos, sus autores, Savin y van den Bergh, encuentran que casi el 90% de estos estudios se basan en opiniones más que en análisis rigurosos, con pocos utilizando modelos formales o datos robustos.

No existe, pues, rigor metodológico para un campo que pretende resolver problemas complejos como el cambio climático. Muchos estudios usan muestras pequeñas no representativas o casos específicos difícilmente generalizables. Además, los estudios de decrecimiento prestan poca atención a la literatura existente sobre políticas ambientales, resultando en recomendaciones ad hoc desconectadas de décadas de investigación.

Paradójicamente, los pocos estudios que analizan el apoyo público concluyen que estas estrategias son social y políticamente inviables. Si el decrecimiento surge como respuesta a la falta de apoyo a políticas ambientales ambiciosas, ¿cómo espera lograr apoyo para medidas aún más radicales?

Así pues, la solución puede estar en un crecimiento más inteligente y sostenible, no en el decrecimiento. Necesitamos políticas que aceleren la transición a energías limpias, fomenten la innovación en tecnologías verdes y promuevan modelos de negocio circulares y sostenibles. El debate no debería ser entre crecimiento y decrecimiento, sino sobre qué tipo de crecimiento queremos y cómo hacerlo sostenible.

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