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Tribuna
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Tecnología y ley: breve crónica del presente

La Ley de Moore ha dejado paso a la Ley de Brandolini: ahora debemos invertir el doble en desentrañar un engaño que en producirlo

Getty Images

Gordon Moore predijo en los años sesenta que, cada dos años, se duplicaría el número de transistores de un circuito. Buen ejemplo de ello son los 5 megas de IBM en los años sesenta, cuando había que moverlos en un camión. En los años noventa, un CD podía almacenar 700 megas y cabían varios en el bolsillo. Actualmente, la conocida y cumplida Ley de Moore está llegando al final de sus predicciones: ya no caben más transistores en el mismo espacio.

La Ley de Moore es un ejemplo que nos sirve para que podamos ver cómo nos hemos acostumbrado a que la tecnología esté a la vanguardia de sí misma, dejando en lontananza avances que ayer provocaban asombro y hoy están en desuso.

A su vez, la tecnología ha generado expectativas que ha satisfecho con holgura. Podemos tener ensoñaciones sobre posibilidades tecnológicas, que seguramente se satisfagan sin siquiera proponerlas. En este sentido, la ley se ha visto en severos aprietos para estar a la altura de las posibilidades técnicas y la aplicación jurisdiccional se ve tan alterada por un contexto cambiante que emite decisiones aparentemente distintas y escasamente distanciadas en el tiempo; esto provoca una inevitable sensación de inseguridad jurídica.

Y no solamente la presencia de una tecnología cambiante, evolutiva ha permeado en nuestra vida, también lo ha hecho su forma de relacionarse con nosotros. La literatura con la que la tecnología interactúa nos convoca siempre en la brevedad y, muchas veces, en el engaño. Debemos ya ser escépticos con las noticias que leemos cada día: la Ley de Moore ha dejado paso a la Ley de Brandolini: ahora debemos invertir el doble en desentrañar un engaño que en producirlo. Es necesario, por tanto, modificar las penas y consagrar una figura única del delito de difusión de noticias falsas, que pueda contrapesarse a la libertad de expresión y aclarar su alcance, determinando con claridad el rol de las plataformas y su responsabilidad.

Con todo esto, además, la vida se nos hace corta; la vida útil de un móvil, de un coche, de un ordenador, de un abrelatas, son también cada vez más cortas. En esto, la legislación llega tarde. De nuestro entorno, solamente Francia se ha dedicado a penalizar estas prácticas en el artículo 99 de la ley de transición energética para el crecimiento verde. Esta obsolescencia nos obliga a renovar constantemente nuestros dispositivos, dándoles siempre protagonismo, sin que nosotros mismos seamos los actores de nuestra vida y podamos dedicar el tiempo a nosotros, al descanso.

Una ley un tanto desatendida, la de protección de datos, contiene un apartado dedicado al derecho a la desconexión digital en el ámbito laboral. En su descripción, detalla que los trabajadores tendrán derecho al respeto a su tiempo de descanso. Esta ley y el Estatuto de los Trabajadores son de los pocos instrumentos legales en los que se menciona el derecho al descanso de forma tajante. Deberíamos legislar no solamente en el entorno laboral, sino también en el entorno privado y sacralizar el derecho a descansar.

Por otro lado, el deterioro de la academia, la escasez de sesudos ensayos y tupidos pensamientos analíticos, la proliferación de la falta de concentración, el surgimiento de una economía basada en la atención, bien tienen que ver con el poco tiempo para la reflexión, para el aburrimiento y para la lectura. La pancultura de lo estético en el mundo virtual y el abuso tecnológico están mermando nuestra introspección y sentido crítico. Frente a esto, debemos hacer un llamamiento a una conocida herramienta de ordenación social: la ley.

La tecnología nos sirve, abrevia procesos, algunos los elimina y da soluciones cada vez más baratas y sencillas. Pero también podemos servirnos de ella para generar nichos de negocio directamente desde nuestras inseguridades, fomentar nuestro narcisismo, romper nuestras fantasías, volvernos perversos, ansiosos y, sobre todo, impacientes.

La impaciencia comienza a ser un mal endémico de las consecuencias tecnológicas y hunde su raigambre en nuestras concavidades. El bienestar digital debe inculcarse desde la infancia, proteger a nuestra descendencia desde muy pequeños es fundamental. Debe procurarse una regulación al respecto para evitar que vivir experiencias, emociones, sensaciones, forme parte de una forma de vida en la que lo fragmentario, la ausencia de una obsesión intelectual o un compromiso con cierta forma de quietud, de perseverancia en un entretenimiento o, simplemente de espacios de reflexión liviana, abran paso a lo efímero, a una manera episódica no ya de vivir sino ya, finalmente, de limitarse a la mera existencia.

Lo dicho son síntomas, pero el diagnóstico es la ansiedad y la depresión, que es ya la segunda causa de muerte de la juventud occidental. Esta debe ser nuestra principal preocupación y debemos legislar no para minorar sus efectos, sino para erradicarlos sin caer en el ciberfatalismo.

Jorge Cabet Fernández, abogado en Rödl & Partner.

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