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Entrevista con el único caso documentado de niño salvaje en España

Marcos Rodríguez: “Aprendí más de los lobos que de las personas”

Pasó 11 años con una manada de lobos sin contacto con la sociedad Quedó solo con siete años, tras la muerte del pastor con el que vivía en Sierra Morena

Pablo Monge.

Lleva sobre su cuello un colgante con dos colmillos de jabalí que le regaló un viejo pastor a la edad de siete años. Un broche con un águila acompaña el cuello de su camisa. La vida de Marcos Rodríguez Pantoja (Córdoba, 1946) ha estado rodeada de animales desde que su padre le vendiese a un terrateniente andaluz que le envió a trabajar a Sierra Morena siendo un niño, de la mano de un viejo cabrero. “Cuando él murió, me quedé solo en el monte. Yo tenía siete años, y tenía miedo de las personas. No quería ver a nadie, me habían pegado mucho siendo pequeño, y preferí quedarme allí solo”, explica a CincoDías durante el congreso de Mentes Brillantes celebrado hace dos semanas en Madrid, en el que protagonizó una de las ponencias.

Tras la muerte del pastor, Rodríguez no volvería a hablar con nadie hasta 11 años más tarde, cuando la Guardia Civil le atrapó. “Me enlazaron con varias cuerdas y a los pocos días me llevaron a un convento en Madrid. Allí me pusieron varias tablas en el pecho y en la espalda para obligarme a estar erguido y poco a poco me enseñaron a hablar”, prosigue. Por aquel entonces tenía 18 años, y más que pronunciar palabras, aullaba. Es lógico. A los pocos días de la muerte del viejo cabrero, cuando quedó solo en el monte, el frío empujó al pequeño a resguardarse en una cueva que resultó ser el refugio de una familia de lobos.

“La loba estaba alimentando a sus cachorros. Yo cogí uno de los trozos de carne que les estaba dando y me metió un zarpazo. Cuando acabó de alimentar a sus crías, me acercó un pedazo de carne, y a partir de ahí entré en la familia”, explica. Eso, junto a todo lo que había aprendido del viejo pastor, fue lo que permitió al pequeño sobrevivir más de diez años en plena naturaleza. También se alimentaba de las raíces que comían los jabalíes, “cuando las desenterraban yo les tiraba piedras para que se fuesen, y así podía comerlas”, y consiguió hacer fuego al intentar cazar perdices. “Una vez había una sobre una roca, le lancé un guijarro para intentar cazarla, y al fallar el tiro y dar a la piedra, salieron chispas”, recuerda.

A la pregunta de cómo se sintió en todo ese tiempo, hoy Rodríguez no lo duda: “Yo era feliz, ya no me pegaba nadie y tenía la compañía de los animales”. De hecho, señala, tan complicado fue su regreso a la sociedad que, años después de salir del convento de Madrid, llegó a plantearse volver a sus orígenes. “Yo empecé a pasarlo realmente mal cuando volví a entrar en contacto con los humanos”, reconoce. Si para mucha gente que se ha criado entre personas es muy complicado abrirse hueco, para alguien que salió al mundo con algo más de 20 años, lo es mucho más. Una de las cosas que descubrió y que marcó su devenir fue comprender que, “a diferencia de los animales, que no tienen maldad, el ser humano está lleno de egoísmo”. El reencuentro con su padre, que tuvo que reconocerle días después de volver a la sociedad, no cambió su perspectiva. “Cuando me vio, me pregunto que por qué había perdido la chaqueta”.

Rodríguez nunca encajó en ningún lugar. Su vida fue un peregrinaje continuo de ciudad en ciudad, metiéndose en problemas sin querer, por puro desconocimiento. “No comprendía qué era el dinero, no era consciente de que había que pagar por coger una manzana de una frutería a pie de calle”. Y cómo no, en su vida se ha topado, asegura, con mucha gente que intentó aprovecharse de él y de su ingenuidad. “Uno de mis muchos trabajos fue vender medicamentos contra el dolor de cabeza y el estrés. Resulta que un día, la policía me detuvo y en la comisaría me explicaron que las medicinas que estaba vendiendo eran droga”.

Tras varios oficios, principalmente en el sector de la hostelería, y tras muchas decepciones, Rodríguez acabó viviendo en condiciones de miseria y penuria. “Los animales me convirtieron en buena persona, y no supe defenderme de la maldad de muchos”. Hasta que en Málaga, hace cerca de 20 años, conoció a un policía retirado que le propuso irse a vivir con él a su pueblo natal, en Orense, donde Rodríguez, que viaja por toda España dando charlas en institutos y diferentes eventos, vive hoy en día.

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