Lo tradicional funciona
En términos de inteligencia, los edificios no son tan distintos de las personas. No son los medios disponibles, sino el uso que de ellos se hace lo que resulta en decisiones inteligentes. Así, aunque hace dos décadas que se discute lo que es un edificio inteligente -un inmueble seguro, energéticamente eficiente, fácil de mantener y dotado con sistemas punteros para facilitar la vida del usuario y la rentabilidad del dueño-, la teoría y la práctica no se han puesto de acuerdo a la hora de establecer la vigencia y necesidad del término. ¿Por qué ha sucedido?
Por un lado el binomio arquitectura-inteligencia resulta peligrosamente temporal. Solo hay que observar la evolución de las ciudades para darse cuenta de cuántas decisiones supuestamente cabales resultaron en proyectos fallidos (la ciudad jardín, el encajonamiento de los ríos...) a lo largo del tiempo. Por otro, desde que se acuñara el término "arquitectura inteligente", la clarividencia de edificios y ciudades ha caminado hacia dos fines en paralelo. Hacia la robotización, que dota a un inmueble de capacidad de reacción gracias a medidas que combinan ahorro energético y seguridad (como la iluminación por sensores que apaga las luces cuando no hay movimiento en una planta de oficinas y, a su vez, las enciende cuando lo detecta alarmando de la presencia de un intruso). Y hacia la sostenibilidad de los métodos constructivos y del uso y mantenimiento de los edificios. Este último objetivo ha llegado a la normativa desmigado, exigiendo en las nuevas viviendas mejoras en las medidas de aislamiento (la obligación de instalar rotura del puente térmico en las ventanas para no malgastar energía) y exigiendo, en los nuevos hoteles, el reciclaje de aguas grises y la colocación de placas solares. El problema de juzgar la inteligencia de los inmuebles nadando entre esos dos parámetros -la automatización y el ahorro energético- es doble. Para empezar presupone una novedad en lo que no es más que una regla básica de la buena arquitectura: que los edificios funcionen y que no consuman innecesariamente (un edificio de cristal bajo el sol). Pero además, comete el error de desconsiderar la capacidad de reacción, y de decisión, de los usuarios -a veces incluso inteligentes- que somos, finalmente, los que más allá de los edificios, construimos las ciudades.
EL 'ERROR' DE LA DOMâTICA
Hace veinte años había pocos arquitectos japoneses sin un proyecto para una vivienda domótica. La domótica era, es, la ciencia que iba a hacer que nuestras casas nos cuidasen como lo hace un padre: detectando cambios en nuestra presión arterial al entrar en el baño, avisando de la fecha de caducidad del jamón en el frigorífico o teniendo listo el pollo a la hora programada. El premio Pritzker Renzo Piano reconoció humildemente su error al haberse dejado llevar por la ambición futurista cuando instaló, en su estudio genovés frente al Mediterráneo, un sistema de sensores que reaccionaban ante los cambios exteriores. En la oficina de Piano a la que soplaba una brisa, se abría automáticamente una trampilla para dejar pasar el aire fresco. O, sin que nadie moviera un dedo, se desplazaba un toldo para evitar la incidencia del sol. El problema de tanto cuidado era que no todo el mundo quiere que lo cuiden igual. Por eso, tras un año de incomodidad e incomprensión, los arquitectos optaron por desconectar el sistema para que cada empleado manejase su toldo y su lámpara a su antojo, en un espacio comunitario abierto y acristalado.
Así las cosas, en una época en que grandes arquitectos planean y construyen ciudades 100% reciclables -como la fallida, porque pierde habitantes, Huangbaiyu, que el gurú del Cradle to Cradle William McDonough ideó en China-, o Masdar -un gueto para millonarios que Norman Foster ha levantado en Abu Dhabi enterrando los coches y empleando celosías para filtrar el sol- conviene no perder de vista la frágil relación entre robotización, sostenibilidad e inteligencia, tres términos que, en arquitectura y urbanismo, se han utilizado con frecuencia como voces sinónimas.
Hoy son muchos los proyectos que se anuncian como bioclimáticos. A veces son torres de cristal que consumen sin rubor la misma energía que otros inmuebles similares y mucha más que edificios que eligen protegerse de la incidencia del sol. Por otro lado, entre los nuevos inmuebles inteligentes, es paradigmático que alguno de ellos -como la nueva sede de la empresa I Guzzini en Sant Cugat del Vallés, dotada con sensores para la iluminación y la seguridad- emplee el mismo elemento que cualquier terraza de verano: una tela tensada para proteger su fachada del sol. Si bien es cierto que las pequeñas mejoras (cisternas con elección de descarga, grifos con elección de caudal, bombillas de bajo consumo...) han encontrado un sitio en la mayoría de los hogares, también lo es que los grandes cambios que presentan a la arquitectura y al urbanismo como escenarios futuristas y salvadores no van a llegar. No, por lo menos, de un día para otro.
En el prefabricado y la construcción en seco, tan poco habitual en España, podría tenderse el puente capaz de unir sostenibilidad e inteligencia. Pero ojo. Ni siquiera esa pasarela es segura. Para juzgar con conocimiento habría que conocer el viaje que realizan las piezas con las que se construye el edificio desde la industria de origen hasta el lugar de montaje final. Además, esos elementos, al ser fabricados en serie, dejarían poco espacio para la creatividad de los arquitectos, convertidos entonces en meros artífices de combinaciones de 1.000 elementos tomados de 100 en 100. Así las cosas, sería tan injusto no reconocer los pequeños pasos hacia una construcción más eficaz, e inteligente, como asegurar que la estandarización no tiene cortapisas. Cuando Renzo Piano admitía el error en el diseño de su propio estudio reconocía también la torpeza de haber descuidado la lección de la tradición: ningún campesino equivoca la orientación de su casa. Todos saben colocarla en el paisaje para que el sol llegue en invierno y los árboles le proporcionen sombra en verano.